¿Qué nos dejó la pandemia?

Ante lo real del virus, el psicoanalista juega en contra de lo real

No es del todo del analista 

que depende el advenimiento de lo real.

El analista, él, tiene por misión jugarle en contra.(1)

Jacques Lacan

 

El analista y lo real ―el acontecimiento dramático― el espacio público, vaciado ―la vida cotidiana― el cuerpo, la voz, la mirada, el objeto a ―dispositivo analítico, más allá de la pantalla―. ¿Qué nos dejó la pandemia? 

¿Qué nos dejó la pandemia?

Es importante hablar, escribir y reflexionar en torno a este tema. ¿Por qué? Porque, si bien están controlados en casi todo el mundo sus efectos mortíferos, fue y sigue siendo un acontecimiento dramático con incidencias en lo social, en la política, en la cultura, en las artes, en las economías y en lo cotidiano de cada habitante del planeta. Golpeó las puertas de todas las casas, tensionó hasta límites insospechados las subjetividades, las relaciones, los hábitos. Produjo heridas que no cicatrizan rápidamente. Tal como expresa la etimología del término pandemia ―del griego, pan, “todo” y demos, “pueblo”―, no hubo población que no se viera sobrepasada por este real invisible que nos asoló por varios años y aún sigue vigente, dado que las personas se siguen contagiando.

Fue un acontecimiento dramático. Marcó, en muchos, un territorio de crueldad que evocaba, cada vez, las más siniestras manipulaciones de la tecnología dedicadas a la destrucción de la gente por millones. Produjo crisis y desestructuraciones psíquicas al no poder evadirse ni evitar retornos a endogamias no deseadas. En otros casos, fue la ocasión de un nuevo encuentro, con anhelos enhebrados en la posibilidad real de su despliegue, tales como el escribir, la música, el arte, y también fue la posibilidad de nuevos encuentros con los hijos, con la familia.

Una diversidad de experiencias rasgaba lo cotidiano usual. La abuela que caminó cincuenta cuadras ―no se podía viajar en ningún transporte público ni privado― para ver, a través de las ventanas, a sus nietos o el abuelo que, por fin, escafandras mediante, pudo caminar unas cuadras tomando de las manos a sus nietas, no sin el pasaje obligado por el alcohol en gel que, sin embargo, no pudo atemperar la ternura del gesto. O los niños que por fin pudieron encontrarse con sus padres y jugar. O aquellos otros que no soportaron el aislamiento con sus padres porque los retornaban a endogamias no deseadas. 

Trastabillaron configuraciones psíquicas que se creían estables ante las imágenes del horror transformadas en número de muertes. De alguna manera, lo no aprehensible se impuso como un real a desafiar o al que someterse. Irrumpían a diario, hora por hora, las estadísticas y acrecentaban la angustia.

Escuchamos y vivimos a diario nuevos efectos ―dificultades con el lenguaje y el lazo social en niños que recién este año pudieron ingresar a la escolaridad― y una diversidad de situaciones que se fueron produciendo y se deben ponderar día a día. Durante la consulta con el psicoanalista, los dichos se refieren a estos efectos, que aún hoy no pueden ni pudieron medirse. Pero fue ocasión también del hallazgo en amistades, colegas, pacientes y familia cercana, de una fuerza, motor del deseo que no se quedó atrapado en lo imaginario y chatura de la pantalla, lo que hizo posible que no se detuviera la conversación. 

Se mostró en acto que la presencia no es homóloga al cuerpo y que el deseo se abre paso más allá de la presencia corpórea. La voz ―¡ah!, la voz― y el oído. Estos instituyeron lugares privilegiados de encuentros con el Otro y sus resonancias no sin una condición respecto de la posición del analista: “que la mirada y la voz entren en el cuadro que concierne al fantasma, para hacer la experiencia del objeto a en transferencia en cada cura”(2). El decir del Otro, de otros, produce trazos, marcas, “inscrituras”(3) más allá de la pantalla. Actividades virtuales, nuevos aprendizajes y hobbies encauzaron ese motor imposible de soslayar y que los psicoanalistas nombramos en términos de deseo. Así, afrontamos ese real nuevo, desconocido y, por momentos, siniestro.

Atravesar este tramo nos ubicó entre los pliegues y despliegues de las marcas: las recibidas en nuestra formación, las producidas por lazos de amistad y trabajo, pero también tomaron relieve las marcas intergeneracionales, lo transindividual en acto como herencias simbolizantes, recuerdos, memorias, formas, sino de paliar, sí de soportar guerras, exterminios, holocaustos. Hablar, escribir, analizar, transmitir, aprender… Nuestros cuerpos afrontaron en vivo el hecho real de que no somos solo cuerpo ―orgánico no, sin dudas; tampoco solo cuerpo pensable como pura imagen―, sino cuerpos lenguajeros, habitados por la lengua materna. 

Sostuvimos la tarea psicoanalítica. El deseo de los analizantes contribuyó a intentar no dar hospedaje al virus en la vida de cada uno. Los psicoanalistas, los docentes y los médicos hemos contribuido con decisión a sostener, en medio de inquietudes por momentos caóticas, espacios deseantes, aunque el contexto y lo real del virus trajeran un espesor difícil de soportar marcado por el dolor, los sufrimientos y las muertes cercanas que no podían ser acompañadas. 

Durante los encuentros virtuales, comenzamos a interrogar la experiencia y la puesta en acto de nuevos dispositivos, las razones del diván, la función de la mirada y la voz en ese tramo en el que las sesiones se desarrollaron de forma virtual. Sabemos que no existe el dispositivo, sino dispositivos que vamos implementando según las situaciones, y la que estábamos pasando estaba atravesada por el aislamiento ―así vivido penosamente por algunos― y la distancia social propuesta no solo por nuestro Gobierno, sino también por otros en función de la protección del virus. La pantalla dejó de ser solo imagen para funcionar como marco de un real que acechaba. Se produjo, favorecida por intercambios con colegas, la interrogación acerca de los nuevos modos de sostener el discurso del psicoanálisis. ¿Suplanta el dispositivo del encuentro en el consultorio? No. Sin embargo, las puertas están abiertas para reflexionar acerca de los “modos posibles de sostener la apuesta por el sujeto, alojar su palabra, su espesor y relieve”, tal como escribió Silvia Szuman en uno de nuestros intercambios. 

El virus desmontó un real sin coberturas simbólicas. Lo imaginario pudo proliferar. El psicoanálisis fue un modo de soportar un “estar en contra” de pegoteos con la muerte y sus figuras, cuyo espesor apabulla la vida. Las sesiones mediante teléfono, pantalla y audios contribuyeron a no aislarnos, y, sobre todo, en lo que nos concierne, a no aislar al sujeto de la posibilidad de hablar de sus tribulaciones. Poder hablar permitió proseguir los análisis, bordear las muertes, transitar los duelos. Entre medio del infierno, hizo falta reconstruir las raíces de goce.(4)

No es del analista que depende el advenimiento de lo real, pero es ahí, justamente ahí, que se pone a prueba, se especifica su quehacer, su oficio. ¿En qué consiste? En hacerle obstáculo a ese real, en soportar su estar en contra de aquello que nubla, opaca, dificulta la asunción del deseo ―no de cualquier capricho―, en no huirle a lo real sin que se suponga que se puede exorcizar. Es soportar ese real hasta que diga, que haga letra del obstáculo, por momentos, feroz, por momentos, inapresable, nunca apacible. El problema es álgido en tiempos instituyentes, ese tramo de la vida en la que el sujeto ―más que “infans”, inmerso desde antes de nacer en un territorio lenguajero― depende absolutamente del Otro y de otros. 

¿Qué podemos decir hoy? ¿Qué nos dejó la pandemia?

Que la mayoría de la población mundial ya esté vacunada nos indica otro momento, otro tramo, otra trama de la pandemia. Pero hace falta hacernos cargo aún de las heridas producidas. Desde el punto de vista del psicoanálisis, las consultas nuevas y los análisis en curso fueron la oportunidad de ir transitando las sintomatologías propias de cada sujeto y de seguir el rumbo de su deseo. Retirar piedras imaginarias y reales fue parte de la experiencia en los análisis y en los espacios de transmisión e intercambio. Por el decir se abren nuevos rumbos en la vida del sujeto. Se produce algo flexible, como “curso del agua” que avanza incluso entre rocas y fluye, como una textura que logra des-rigidizarse y ofrecer un obstáculo a lo real hasta extraer, a puro empuje del deseo que no cesa, la letra que concierne al buen decir del sujeto…

(1) Jacques Lacan. La Tercera (1974). En: Intervenciones y Textos 2. Buenos Aires: Manantial, 1988. págs. 73-108.
(2) Eva Lerner. Intercambios. Comunicación personal.
(3) “Inscrituras”. Feliz hallazgo, en un solo término, de un enlace entre inscripción y escritura producido por Mariel Alderete de Weskamp, que da cuenta muy bien del rasgo unario como inscripción significante.
(4) Eva Lerner. Ficciones verosímiles. En: El objeto a: doblez del sujeto. Consideraciones clínicas. Buenos Aires: Editorial Escuela Freudiana de Buenos Aires, 2017. pág. 151.

Lo que la pandemia nos dejó

Podemos decir que el título que nos convoca connota la esperanza que implica nombrar como posible el haber dejado atrás la pandemia del COVID-19. Esa esperanza responde al reconocimiento de que contamos con vacunas y con una buena distribución de las mismas por el buen funcionamiento del plan de vacunación. La inmunidad que vamos logrando responde también a la escasa resistencia de la población a vacunarse, gracias a que en nuestro país se plantea desde la infancia como obligatorio el esquema de vacunación y se lo articula con el ingreso de los niños a la escolaridad y su continuidad en la misma.  Esto es de suma importancia porque hace no solo a la prevención de la salud sino también a la construcción de vínculos responsables y solidarios que es uno de los pilares fundamentales en una comunidad. 

Si bien lo que ha cesado es la cuarentena y no la pandemia, podemos decir que ha declinado su virulencia por efecto de la inmunidad lograda por la vacuna. Esto nos permite estar en otro momento de la misma, en un tránsito entre el aislamiento preventivo obligatorio (ASPO), que comenzó en el mes de marzo del 2020, y un nuevo modo de presencialidad, con alternancia entre actividades que se siguen realizando en forma virtual y el volver a encontrarnos con familia, amigos, en actividades tanto recreativas como laborales. Es verdad que no lo hacemos del mismo modo que lo hacíamos antes de la pandemia. 

Ante la pregunta sobre los cambios producidos respecto de lo que nos dejó la pandemia, recurrimos a lo que Lacan conceptualizó en el texto “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma”, donde desarrolla tres tiempos lógicos: el instante de la mirada, el tiempo de comprender y el momento de concluir. Podemos considerar que por estar inmersos y bajo los efectos de tanto horror vivido estamos en un tiempo de incertidumbre entre el mirar y el comprender sin poder concluir aún sobre los efectos de lo experimentado. Lo que sí podemos hacer es algunas conjeturas respecto de lo que vamos ubicando como cambios a partir de la vuelta a la presencialidad. 

Todo es muy novedoso, pero aspiramos poder partir en estas reflexiones tomando en cuenta la deuda que tenemos con los maestros que nos antecedieron como Freud que produjo la invención del psicoanálisis en plena guerra y Lacan quien nos legó un corpus teórico en su relectura de Freud que nos estimula a la apertura cuando nos dice en “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” que mejor renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época.

Tuvimos que afrontar un real por el cual vivimos una etapa en la que en todo el planeta, sin distinción de lugares geográficos, de clase social, de raza o ideología, padecimos el efecto de la actividad destructiva de un virus inmanejable, descontrolado que cobró muchísimas vidas y, por lo tanto, nos llevó a tener vivencias de todo tipo. Desde terror en muchos, a negación en otros. Se tornó indispensable por su contagiosidad y letalidad tomar urgentes medidas de aislamiento preventivo e inmediatas medidas de políticas de Estado recluyéndonos en burbujas con los vínculos íntimos o más próximos.

Lo temido era que el sistema de atención médica colapsara y no pudiera dar cobertura a todos los que lo necesitáramos y, por tanto, el riesgo era de muerte. El lema era “quédate en casa” produciéndose una dolorosa situación para tantas personas que no contaban con la posibilidad de un hogar como refugio. El problema de la pandemia derrumbó las coordenadas macropolíticas singularizándose en circunstancias íntimas dolorosísimas en lo microsocial.

Hubo una abrupta interrupción de los modos de vida personales y colectivos con fuerte incidencia en los aspectos sociales, económicos, quedando en pie solo actividades esenciales sostenidas en primera línea por agentes de seguridad y salud.

Todo era nuevo y amenazador. Lo que sí estaba claro era la necesidad de proteger a las personas frágiles por salud o por edad. Las urgentes medidas tomadas tenían un subtexto: “ […] debemos cuidar a nuestros abuelos, a nuestros ancianos […]” produciendo un reordenamiento transgeneracional necesario, perdido en las últimas décadas con el predominio del discurso capitalista, al que con obediencia respondimos disciplinadamente desde los gimnasios, desde las dietas estrictas, desde la moda creando la ilusión de una eterna juventud.  Considero que esta es una de las cosas positivas que dejó la pandemia: el corte generacional necesario en toda comunidad.

Con la pandemia, nuestra subjetividad, nuestro cuerpo, debió encontrar puentes con la voz, con la mirada, construyendo otro modo de presencia a través de la pantalla. Se generalizó el uso de un espacio, el virtual, que nos permite conectarnos con personas que habitan otras geografías, otras culturas, llegar a lugares muy distantes sustrayendo el cuerpo. El efecto, la marca de esa nueva forma de la presencia la podemos ir leyendo en un nuevo modo de ubicar los cuerpos en los encuentros ahora sí presenciales. Ahora la distancia es un acto de cuidado amoroso hacia uno mismo y hacia el otro. 

El adulto a cargo de niños y adolescentes durante la cuarentena ha venido alternando el sostenimiento de su trabajo junto con el desarrollo de la vida familiar, acompañando a sus hijos/as en los aprendizajes y en la socialización. Ha experimentado una economía del tiempo que le ha posibilitado la articulación de la vida laboral con la vida de pareja y familia, muy enriquecedora en algunos casos.  Esta articulación no ha sido posible en otras familias sucediéndose en algunas, situaciones de endogamia y/o violencia. En otros casos, se ha instalado el miedo transformado en fobias graves que ha dificultado la circulación, exacerbando vivencias a veces francamente paranoicas con reacciones de aislamiento y efectos depresivos. Estas situaciones han llevado a incrementos de consultas en búsqueda de tratamientos psicoterapéuticos, psicoanalíticos y, en otros casos, ha precipitado a excesos de consumos de fármacos. 

Es muy importante la implicación del analista y la plasticidad del mismo en las situaciones complejas que la clínica nos presenta. Los analistas que atendemos niños, adolescentes y adultos graves hemos ido implementando,  desde hace unas décadas, variantes en la dirección de la cura, donde articulamos el análisis individual en dispositivos psicoanalíticos interdisciplinarios, como el centro educativo terapéutico y el centro de día. Refiero a tratamientos institucionales que llamamos “clínica de lo cotidiano” en donde la masividad transferencial de estas problemáticas las recibimos como equipo. Vamos interviniendo con aquellos miembros de la familia que van pudiendo llegar a la institución ofreciéndoles distintos espacios, como sesiones multifamiliares o sesiones familiares, pero es un trabajo que consideramos como construcción de implicación, de demanda que se presenta muy arduo. 

Con la pandemia se nos planteó la necesidad de dar continuidad al trabajo analítico con sujetos, en muchos casos, sin lenguaje, donde el analista y el equipo interviene a nivel de lo sonoro para que devenga fonema, haciendo intervenciones, propiciando el montaje pulsional para que devenga voz y mirada, construyendo escenas que propician vivencias de imbricación pulsional en la búsqueda de  la posibilidad del cuerpo como superficie de placer, como resonador de la presencia del otro, propiciando el que el sujeto pueda decir en el modo que le sea posible y construyendo lazo.  Como analistas advertidos del lugar que tiene la institución como terceridad que interrumpe la endogamia,  hicimos un trabajo para llegar a los pacientes, tuvimos que hacerlo a través de la familia, enviándoles videos, objetos que hacían en la sala, de modo que pudieron ir ligando su presencia con la voz y la mirada de los terapeutas en otra escena en otro tiempo y espacio. En el espacio virtual se fue haciendo un trabajo en red con las otras familias a través de escenas como festejo de cumpleaños que permitió a las familias sentirse parte de un colectivo y posibilitar la continuidad de los tratamientos durante el tiempo de la cuarentena. Las familias fueron implicándose de tal forma que comenzaron a poder escuchar de otra manera y a significar los sonidos, los gestos, las miradas, los movimientos y las palabras, entendiéndolas como eficacia de lo producido por sus hijos con el equipo y emprendiendo un saber hacer con los mismos. Con la vuelta a la presencialidad estamos en el desafío de poder dar continuidad a la implicación de las familias en el saber hacer con sus hijos, dando también lugar a la continuidad del espacio virtual como herramienta terapéutica.

En este tiempo de retorno a la presencialidad se van dando un abanico de posibilidades. Los niños, adolescentes y jóvenes volviendo a las instituciones educativas y los/las adultos/as que tienen trabajo formalizado que han venido realizando desde su casa acuerdan con los empleadores una alternancia entre el retorno al espacio de trabajo y la continuidad del trabajo en casa. Es evidente que hay un efecto de la pandemia que retorna en la necesidad de encontrar nuevos modos, nuevos acuerdos más flexibles, más plásticos respecto de lo laboral para articular con la vida familiar y de pareja. Hay una amplia gama de trabajadores no formales que forman parte de una crecida y convulsionada zona de la economía popular que padecen la precarización en todos los órdenes que la pandemia trajo.

Se trata, el coronavirus, de un real que nos colocó a todos por igual en relación con el desamparo estructural en la serie de los vivientes, aunque queda a las claras impúdicamente que no todos estamos en iguales condiciones para hacerle frente a este real. De ahí que también para no caernos de la escena del mundo es necesario el reconocimiento de la importancia de implicarse cada uno desde el lugar que ocupa.

Es necesario reconocer que la ciencia respondió a ese real con premura a punto tal que en el 2021 ya pudimos contar con la vacuna.

Esto debería permitirnos hacer y darle lugar de reconocimiento a tantos hombres y mujeres que con deseo y disponibilidad solidaria ofrecieron sus conocimientos. Tenemos como adultos la deuda de hacer una trasmisión del valor del conocimiento, de la educación a nuestros niños y niñas y bregar por políticas públicas que de igualdad de oportunidades al respecto. 

También queda claro que no todos los pueblos tienen el mismo acceso a la vacuna por cuestiones económicas, de ahí la responsabilidad de los adultos de transmitir valores como ciudadanos a nuestros niños y niñas sobre la importancia de contar con estados y de organizaciones que distribuyan la riqueza.  Pero, a su vez, y es lo que me interesa señalar, no todos los pueblos tienen la misma respuesta a la vacuna. Estamos asistiendo dolorosamente a la realidad de que algunos países que tienen recursos y desarrollo económico, no obstante, no tienen una cultura de vacunación y de cuidado de protocolo, que es más que poner el brazo, es poder ponerse cada uno en el lugar del otro y verse formando parte de una comunidad donde la inmunidad muestra que es efecto de otros factores como es lo social, los vínculos, la capacidad de valorar la vida propia y la vida de los otros, o sea un modo de lazo que es el cuidado y la solidaridad. La ciencia como conocimiento que es el saber, anudado al deseo y al amor, es un saber hacer que requiere de otro tipo de economía que con Lacan podríamos llamar saber hacer. La pandemia nos ha puesto en contacto con la pérdida, con la falta y como toda crisis es un intervalo, un vacío, que puede ser un agujero negro, aterrador o, por el contrario, una oportunidad, una posibilidad de creatividad.

Freud en 1916 en su artículo “La transitoriedad” se sirvió para trabajar el duelo de la referencia a un joven poeta taciturno que no podía regocijarse y disfrutar de la vida por lo transitorio de la misma. El maestro vienés hace allí consideraciones acerca del duelo necesario ante la pérdida ocasionada por la Primera Guerra Mundial y dice “construiremos todo de nuevo, todo lo que la guerra ha destruido y quizás sobre un fundamento más sólido y duradero que antes”. En verdad no hemos venido encontrando nuevos fundamentos que nos permitan modos sólidos y duraderos de convivencia para evitar nuevas guerras. 

En “El malestar en la cultura” (1930), Freud refiere a lo que considera tres fuentes de las que provienen nuestro penar: la hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad. Dice que el hombre no puede dominar la naturaleza y ubica el organismo formando parte de ella, pero dice no entender la razón por la cual las normas que nosotros mismos hemos creado no habrían más bien de protegernos y beneficiarnos a todos. 

En el siglo XXI ¿qué nos deja la pandemia con el contacto que tuvimos con tantas muertes? Una de las cuestiones que nos deja es la conciencia de la vulnerabilidad biológica, social, económica. La necesidad de plasticidad para no sucumbir. Necesariamente, hemos tenido que ir encontrando nuevos modos de hacernos presente y de arreglarnos en lo cotidiano que en el buen caso nos empuja a encontrar con los otros un saber hacer nuevo, inventar modos nuevos. Pasar de vivir al otro como amenazante, que puede contagiarnos el virus, a comprender que con los cuidados necesarios podemos protegernos y proteger a los otros y en el lazo con los otros lograr cuidarnos.   

Como dijo Freud, la naturaleza y la muerte no la podemos dominar, pero hay normas que deberían protegernos y beneficiarnos a todos. La pandemia nos deja la insoslayable evidencia que la salud pública es una necesidad social que hace a políticas públicas para paliar los efectos de la desigualdad social. La salud es un derecho de los ciudadanos.

Lo que la pandemia se llevó

La pandemia deja sus marcas en la subjetividad. El aislamiento social preventivo y obligatorio nos enfrentó por primera vez a una situación de encierro colectivo. Atravesada esta situación, nos encontramos con procesos de duelo y de reubicación temporal y espacial

 Los vínculos presenciales suspendidos se retomaron y se agudizaron algunas situaciones que habían quedado en suspenso, y se sumaron otras que se irán procesando.

 Si nos preguntáramos como sociedad ¿cómo incidió en los adolescentes la reclusión obligatoria? Debo decir que es un proceso que ha dejado su impronta y que en el futuro vamos a apreciar con más claridad sus consecuencias. 

Sabemos que la adolescencia es un tiempo de la vida en el que se produce el entrecruzamiento de caminos que propicia el despegue hacia la vida adulta. Es un tiempo de transiciones, una de ellas es el pasaje de la endogamia a la exogamia, el pasaje del lazo familiar al lazo social.

 La encrucijada en la que la pandemia nos sumergió tuvo muchos efectos propios a los que se sumaron los típicos del devenir adolescente que para algunos jóvenes se agudizaron, mientras que para otros, el encierro en la escena familiar bajo la atenta mirada de los padres encontró refugio en las redes virtuales. Así se generaron encuentros en horarios a contra turno, diría, de la vigilia de los adultos. Esto generó trastornos cómo el insomnio, a la hora de tener que ajustarse a los horarios escolares. 

El alivio que trajeron las vacunas contra el COVID permitió que poco a poco se reiniciara la vuelta a la escolaridad en modo presencial, dejando atrás casi dos años de “padecimientos” a través de los encuentros escolares virtuales, que produjo muchos inconvenientes en algunos y desencuentros en otros por no poder sostener una educación a distancia.

 Así se abrió una brecha entre quienes pudieron acceder a una continuidad educativa porque su comunidad escolar se adaptó rápidamente a la virtualidad y los que no lo hicieron porque no todos los colegios se adecuaron prontamente a la situación o porque algunos alumnos no disponían de recursos adecuados para conectarse con sus docentes y compañeros por internet.

Tiempos difíciles. Sin embargo, también tenemos que remarcar que el tiempo de reclusión en la casa puso en juego la posibilidad de desplegar los lazos familiares, pero si bien para algunos la reunión fue propiciatoria porque nunca habían vivido esa experiencia tan intensa, para otros los desencuentros llevaron a situaciones muy críticas. Cuando los espacios son reducidos y se instala el home office en los padres y la escolaridad virtual en los hijos, en algunas escenas familiares se produjeron estallidos inesperados. Para otros, la incertidumbre laboral puso en jaque la economía y el sustento de la familia.

La pandemia con su riesgo de transmisión del virus, en principio, produjo el aislamiento de niños y jóvenes de los adultos mayores, para proteger a los abuelos y abuelas de posibles contagios, con las consabidas consecuencias afectivas para ambos. 

Si preguntamos a los adolescentes qué les dejo la pandemia, surge la idea de lo difícil que fue el aislarse de sus amigos, pero es cierto que algunos lograron poner en juego la creatividad al generar espacios virtuales de encuentro social, en horarios en que el descanso nocturno permitía salir del radar de la mirada vigilante de los adultos. La noche fue testigo de juegos y charlas virtuales entre amigos y compañeros para soportar el encierro en lo familiar y la espera de la vuelta a la presencia en la escuela.

 Me parece muy importante remarcar el lugar que la escuela tiene en la vida de los niños y adolescentes, ellos dicen que perdieron todos: los que pasaban del ciclo de jardín a primaria, los que terminaban séptimo grado, los que iniciaron la secundaria a través de la pantalla de la computadora, los que terminaron quinto año y no pudieron terminar el ciclo adecuadamente. Recordemos que la escuela ayuda a construir el lazo con los otros. 

La vuelta a la escuela, a los trabajos, a la vida social en general, implicó para algunos un proceso de readaptación a los ritmos escolares. Una joven decía que le molestaba el permanente runrún que producen sus compañeros, otros se quejan de que no pueden dormir a tiempo. No solo el insomnio surge como síntoma, también las crisis de angustia y ansiedad, el aburrimiento, el temor a salir a la calle, la dificultad para concentrarse y estudiar, para integrar los nuevos grupos escolares, aquellos que hicieron el inicio del ciclo escolar durante la pandemia. Y también están quienes vieron partir en soledad a alguno de sus seres queridos y procesan el dolor y la tristeza de no haber acompañado a sus familiares en ese duro tránsito hacia la muerte. Faltaron los ritos que en nuestra cultura, a nivel social, convalidan que aquel que ve partir a un ser amado está en proceso de duelo.   

La pandemia nos encerró a todos, grandes y chicos, ricos y pobres, nos encontramos asustados ante el peligro del contagio de un virus que puso al mundo de rodillas clamando por el descubrimiento pronto de una vacuna protectora. Y cuando parecía que volvíamos a recuperar la ilusión de un tiempo de disfrute del encuentro con otros, la preocupación por la guerra, ese monstruo grande que pisa fuerte, como dice la canción de León Gieco, vuelve a poner en escena la destrucción, el odio, la muerte que acecha y amenaza con la aniquilación de la humanidad.

 Escuchamos a quienes se encuentran padeciendo momentos de incertidumbre, de soledad, de depresión, atosigados por la angustia, o detenidos por la inhibición o paralizados por el pánico, que reclaman nuestra atención y presencia para que las palabras puedan ayudar a nombrar y procesar lo real de nuestro tiempo. Para ir tejiendo la posibilidad de rearmar el entramado del crecimiento con otros, lazo social ineludible a la hora de imaginar un futuro mejor.

 Y en este proceso los psicoanalistas tenemos una cita ética ineludible. Para mí, estas breves notas intentan dibujar algunas líneas para seguir procesando lo que de la vida y la muerte no deja de insistir y nos sigue interrogando.

Obra: Sostén de Silvina Viaggio