Lo diverso de la lengua

Cuando hablamos de lenguaje y de diversidad nos estamos refiriendo a dos nociones intrínsecamente humanas que se encuentran entrelazadas e implicadas mutuamente, al punto tal que nos resulta difícil poder pensar a la una y a la otra por separado.

Trataremos de poder mostrar aquí, muy sucintamente, de qué manera el lenguaje, para poder articularse, necesita de la diversidad y cómo la diversidad, para poder reconocerse como tal, precisa sostenerse en el lenguaje.

Algo que nos caracteriza como seres humanos es el lenguaje y, aunque existen una gran cantidad de funciones a las que también podemos denominar «lenguajes» (por ejemplo en la programación informática), nos resulta interesante poder aludir aquí a algunas de las cosas que caracterizan específicamente al lenguaje humano y por qué, a partir de ellas, podríamos pensar en esta conexión inherente a lo diverso.

Una diferencia muy importante consiste en que, para el ser humano, existe la posibilidad de hablar, un camino al habla, como sostiene Heidegger; una condición a través de la cual la lengua puede llegar a adquirir significación.

Un lenguaje, ciertamente, puede lograr cosas y obtener resultados. Por supuesto que esto puede ocurrir y de hecho ocurre en el humano, pero no es lo que distingue precisamente a nuestro lenguaje de los otros.

Un malestar, una felicidad, un dolor, un placer, una alegría, son todas cuestiones que se «sienten» pero, a su vez, cuando procuran ser expresadas a través de la lengua, nombradas por las palabras, caracterizada a través del habla, van a generar una transmisión en donde eso que está sucediendo significa algo para alguien, tanto para uno que dice como para otro que escucha. A ello podemos denominarlo significación y requiere siempre de alguien que esté dispuesto a decir y de otro que sea capaz de escucharlo.

El lenguaje humano, si bien es simbólico, paradójicamente no genera solamente símbolos que harían de él algo totalmente inequívoco. Un símbolo es un modo de transmitir algo que intenta hacer coincidir al emisor con el receptor. Pero, como estamos sosteniendo, el lenguaje humano va más allá de la comunicación porque en ésta, muchas veces, nos encontramos ante el mecanismo de transmisión de un mensaje codificado de tal manera que no varía en cuanto a aquello que significa, independientemente de quién lo transmita. Una comunicación podría apuntar, por tal motivo, a una certeza en la cual lo que se comunica busca producir una respuesta inequívoca que no varíe de significado respecto a lo que se necesita hacer pasar a otro. Pero, por el contrario, en el lenguaje humano existe un modo de decir que produce que haya error, equívoco, incertidumbre y diferencia entre lo que alguien pretende decir y lo que otro supone haber escuchado. Esto es posible porque nuestro lenguaje comporta varias características que hacen que ningún ser humano pueda tener un dominio totalmente instrumental sobre la lengua, dado que por más clara y transparentemente que se quieran decir las cosas, siempre se dependerá de la escucha de otro para que estas adquieran un significado. A ello sumemos también que, cuando se habla, puede ocurrir un equívoco al que se llama lapsus, que hace que a veces queramos decir una cosa y terminemos diciendo otra; momentos en donde nos sale otra palabra que no sabemos bien de dónde surgió.

Entonces, además de ser el otro el que le da cierto sentido a lo que decimos y de que cuando hablamos podemos equivocarnos, nos pasa frecuentemente que necesitamos salir a aclarar las cosas que decimos. Ello es porque la significación de las cosas no se producen de a uno, ni en uno, sino que necesitan estructuralmente de la escucha de otro. Nuestro lenguaje es simbólico, como contábamos arriba, pero no está totalmente codificado. Eso quiere decir que se trata de un sistema de signos que se comportan de determinada manera siguiendo una serie de reglas gramaticales específicas para cada lengua y que varían de una a otra. Estas reglas deben ser asumidas por cada ser hablante a fin de poder estar en lo que denominamos un discurso.

Ciertamente en toda lengua existe algo que podríamos denominar una convención social que estabiliza el sentido de ciertas frases y permite que, de este modo, en parte nos comprendamos. Sin esto no habría ninguna posibilidad de transmisión. No obstante, también podríamos pensar que la lengua es algo vivo, que no se cierra nunca totalmente sobre la convención social y permite que en ella se vayan produciendo cambios, modificaciones, incorporación de nuevos vocablos y generación de diversos sentidos. Que la lengua y que los modos de hablar van mutando es una realidad empírica y eso podemos verlo simplemente pensando qué palabra o expresión semántica usamos ahora que no podríamos haberlo hecho hace por ejemplo veinte años. Si yo digo: «Te mandé un WhatsApp con un link en el que te comparto una serie que estuve maratoneando por streaming este finde» es probable que muchos hoy entiendan de qué se trata, como también parecería cierto (de haber sido posible) que si uno hubiese usado las mismas palabras hace veinte años estaríamos en serios aprietos respecto  a poder ser comprendidos. Es decir, esto mismo que hace unos años sería un galimatías, ahora es un mensaje comprensible. La razón es porque la lengua no tiene solamente una faz cerrada a la convención, sino un polo social abierto a la incorporación de nuevas expresiones. Podría objetarse aquí que la frase anterior se hubiese pronunciado antes de esta manera: «Te llamé por teléfono para recomendarte una serie que estuve viendo por televisión durante el fin de semana». Pero no es la misma frase y no significan exactamente lo mismo aunque ambas aludan de algún modo a un cierto parecido. Llevemos lo mismo más atrás en el tiempo, cien o doscientos años, ¿habría manera de poder decirlo? En cualquier caso, la lengua es algo vivo en donde no solo se incorporan nuevas expresiones y otras caen en desuso, sino que también muchas veces lo mismo va significando diferentes cosas a lo largo del tiempo.

Podemos pensar, a partir de aquí, que una lengua es un sistema que nos permite formular la pregunta acerca de cómo es posible que se produzca sentido a partir del lenguaje. Notemos, para responder esto, que la lengua está compuesta de frases, de palabras, de letras y de unas unidades más pequeñas aún que se denominan fonemas. Un fonema podríamos pensarlo como el sonido de una letra. Si nosotros reproducimos cómo suena cada letra estamos en el territorio de los fonemas, que son las unidades de sentido mínimas de cada lengua.

Notemos que cada lengua tiene, a dónde articularse, una serie de fonemas que no son todos los posibles. Es decir, que un lenguaje en particular no usa todos los sonidos posibles de ser producidos fonéticamente, sino que utiliza algunos. Podríamos decir que esto es una convención que se va dando espontáneamente y que nadie se puede arrogar el derecho de esa selección. Se va dando.

Hay una corriente en las ciencias humanas desprendida de la lingüística que se denomina fonología y una escuela que llamaremos estructural, que resultó en su momento muy importante a la hora de poder responder de qué modo se produce el sentido a partir del lenguaje. Como su nombre lo indica, la fonología estudia los fonemas, es decir, los sonidos y, los fonólogos estructuralistas, van a afirmar que el sentido de algo se determina no tanto por cada fonema en sí mismo sino por la posición que estos tienen en una estructura. Entonces, si se cambia la posición de alguno de ellos, cambia el sentido de todos. Por ejemplo, si pensamos que una palabra es una estructura y yo digo “pata”, “tapa”, “apta” podemos notar enseguida que lo que estoy utilizando son los mismos sonidos que, según dónde se ubiquen, van a determinar un sentido u otro y remitir a una cosa u otra. Lo curioso es que, pensado estrictamente, la materialidad de esos sonidos es la misma, pero, como cada uno tiene una distinta posición en la “cadena”, provocan significantes diversos.

En sí mismo, este es un gran descubrimiento que, además, nos lleva a una situación aún más importante y que podría formularse en la siguiente pregunta: ¿Qué característica tiene entonces que tener un fonema, un sonido, un significante, para que según como se ubique en la estructura signifique una cosa u otra?

La respuesta requerirá de cierta reflexión ulterior: cada uno de esos fonemas por sí mismos tienen que tener la capacidad de poder no significar nada en particular, pues, si tuvieran esa capacidad, por más que ocuparán cualquier lugar en la estructura siempre significarían exactamente lo mismo y darían el mismo significado. Serían símbolos que no alterarían su valor por más lugar distinto que ocuparan. Entonces, en este novedoso abordaje que produjo el estructuralismo, cada fonema tiene que tener una cierta ausencia, un cierto sinsentido, es decir, que a cada uno les tiene que faltar algo que haga que puedan adquirir un distinto papel según el lugar que ocupen.

Si llevamos esto que venimos diciendo al terreno de un significante (al que se considera la parte material del lenguaje, pues incluye el sonido de un vocablo) diremos que por sí mismos tampoco alcanza a decir nada, sino que necesita de al menos otro más que por oposición venga a articular lo que el primero no alcanza a decir y así sucesivamente.

Esta negatividad del significante hace que entonces algo no signifique alguna cosa de manera fija, sino que pueda entrar en el juego de la significación, articulándose los unos con los otros.

Si el significante es la parte sonora de un lenguaje y el significado es la idea que se nos representa de ella y entre ambas constituyen lo que Ferdinand de Saussure denomina signo lingüístico, lo que vamos a poder sostener a partir de aquí es que esta asociación entre ambos no es fija. Puede haber por ejemplo iguales sonidos que en otras lenguas tengan un significado diferente, por lo cual podemos decir que nada en el significante indica a qué significado corresponde, sino que es algo que se va produciendo a partir de un acto de significación. En ese entre-lenguas descubrimos una proliferación de significantes mucho más que de significados fijos y explicativos de una realidad fija e inmutable.

El antiguo pensamiento positivista buscaba generar una explicación acerca de las cosas y para ello precisaba un lenguaje que fuese el instrumento que garantizara dicha explicación. Pero en las ciencias sociales se va a producir un cambio teórico que se conoce como “giro lingüístico” a partir del cual se empieza a considerar al lenguaje mismo en su materialidad, en su densidad, Ya no se trata que una verdad se encuentre en un significado fijo y que alguien la detente como experto de un saber , sino que la verdad va a producirse por la misma articulación entre los significantes y por el encuentro entre el que habla y el que escucha.

A partir de este giro podemos sostener que no hay un dominio de la lengua por parte de los sujetos, sino que es la lengua la que nos atraviesa y nos obliga a asumir reglas que nos preceden y que no inventamos.

Esta idea que sostiene el estructuralismo es central para poder apreciar los efectos entre el lenguaje y la diversidad.

Por un lado, sabemos que la diversidad de lenguas en un determinado espacio geográfico va generando una lógica de intercambio que hace que las culturas que lo habitan tengan menos tendencia a unificarse bajo la esfera de un discurso único, que podemos denominar un discurso amo, que procurase dominar el sentido de los acontecimientos y de fijar un sentido último de las cosas.

Los grandes relatos intentan generar explicaciones del mundo que se cierran sobre una imagen de sí mismos que los protege como tal, impidiendo la variación y rechazando las nuevas versiones. Procuran ser explicaciones globales que por efecto de su universalidad se transforman muchas veces en relatos canónicos que procuran reproducirse sin diferencia alguna. Esto sería lo opuesto a una diversidad que existe de hecho y a través de la cual hay un esfuerzo de traducción de las representaciones que forman parte de una lengua, hacia otra. Este intercambio es posible porque los sujetos no dicen lo mismo, sino que se esfuerzan en dirigirse hacia una transmisión.

Un discurso que rechaza la diversidad se propone como fundante y coincidente con un origen único de las cosas. Esto a diferencia de lo que afirmaba Claude Lévi-Strauss acerca del mito, que para él consistía siempre en una suma de versiones, de variaciones. Algo así como si hubiese una canción de la cual solo hay versiones (covers) sin que haya un original. Pero cuando al lenguaje se le quiere quitar su diversidad, se busca justamente fijar ficcionalmente ese supuesto “original”. Por eso la lengua más que fundar a las cosas las engendra y las va diseminando por efecto de su diversidad.

Entender al lenguaje como un sistema de carácter relacional hace que cada uno de sus elementos por sí mismos no puedan erigirse en un valor absoluto para representar la verdad acerca de algo. Por un lado, se necesita invocar siempre más de una palabra para participar del discurso y, entonces, cada una de ellas tiene la virtud de poder ir participando en la generación de algún sentido, pero también el límite de no poder hacerlo por sí mismas, sino en la vinculación de unas con otra.

No todo lo que acontece puede ser pasado totalmente a un sentido y siempre nos quedará algo del lado del sinsentido, de lo que no alcanzamos a formular, a terminar de decir, a expresar, pero que al mismo tiempo intuimos también forma parte de lo que nos sucede.

Lo simbólico, al ser una función, puede adquirir distintos valores, pero también tiene un límite. En psicoanálisis optamos por referirnos a funciones antes que a figuras, porque nos dan la ventaja de poder operar con distintos valores. Por ello decimos función paterna o materna antes que figura paterna o materna. En general, una figura tiende a entenderse como una representación fija que no se deja interpelar sin que caiga completamente en su sentido. La función, en cambio, nos pone en la pista acerca de que la misma puede ser ejercida de un cierto modo en que va variando para la experiencia del sujeto. Una función puede representar, de esta manera, muy diversos papeles.

Pero así como hay función simbólica, también está, en su estructura, tiene un registro real que hace que no haya un sentido último de las cosas, sino más bien un trabajo constante de darle cierta coherencia, podríamos decir, a un sinsentido. Cuando algo se ordena no quiere decir que eso sea EL orden, sino que es UN orden posible en relación con los acontecimientos que afronta. Pero para poder asumir este punto, en donde la verdad no es una sola y en donde nadie tiene la última palabra, es necesario que haya algo en el significante que esté vacío (de pleno sentido).

Se hace preciso aquí recordar una condición fundamental del habla que es la vinculación necesaria entre los significantes y su propia diversidad, en donde cada uno se presenta por lo que no es, en oposición a otros que tampoco son plenamente.

Es muy importante esto para el psicoanálisis, porque nos evita los efectos de masa en donde se propone un líder que, por el supuesto amor que siente por todos, erige un discurso que pretende argumentar una posición sin fisura.

Si bien alguno puede asumir una representación en un cierto momento, es necesario que esa misma representación en algún momento luego se deje caer para poder pasar a otra. Si se asume esta situación, en donde una pretendida figura eterna y totalizante puede declinar su valor, se genera entonces un efecto que llamamos de lazo social que es muy distinto al efecto de una masa compacta unificada en su sentido.

Si se asume la diversidad del lenguaje, esto es, que por la estructura de la lengua uno solo no alcanza para lograr un sentido, aceptamos básicamente también que no somos capaces de decirlo todo, ni de representar algo de una manera absoluta y para siempre, cosa que es muy ventajosa para el progreso colectivo del decir.

Podemos pensar que hay dichos y hay decires. El dicho es más cerrado, más armado y en general se pronuncia con una contundencia que no requiere tanto de los otros. Pero el decir es más abierto, no fija tanto un sentido de las cosas, sino que intenta hacer pasar una verdad que se va articulando con lo que alguien escucha de ella y con los equívocos que puede tener en sí misma. El decir hace que una lengua no sea categórica y pueda admitir su propia imposibilidad de significarlo todo. También posibilita que se pueda acceder al decir de los otros que también utilizan el intercambio de los significantes para producir sus discursos.

Una lengua que petrifica un sentido y que hace al sujeto dependiente de ese congelamiento tiende a conservar una representación que requiere de figuras de autoridad que se supongan garantes de cierto significado. Pero, más allá de eso, la propia genealogía del lenguaje hace que nadie pueda imponer un modo de decir, salvo que esté en posición de amo o que censure la diversidad. Un dicho apunta a parecerse a sí mismo y a desconocer la variación que produce la lengua cuando se va formulando. Un dicho procura que la mayoría se parezca a la supuesta verdad que sostiene o que trata de imponer, cuestión que se ubica en las antípodas de la diversidad.

En el decir hay algo entonces que, más que con el significado fijo e inmutable, se vincula a la capacidad que este tiene de poder dejarse leer por otros, y eso conlleva un esfuerzo tanto por parte del que dice como por parte del que escucha. A eso apuntamos muchas veces en nuestra clínica, a convertir a los dichos en decires y a las afirmaciones en preguntas. Para concluir, imaginemos a un grupo de personas enunciando lo mismo, supongamos por ejemplo que fuese el deseo de tomar un helado. El objeto de esa formulación podríamos decir que es uniforme, que vale para cada uno, sin embargo, la posición que cada cual tendrá acerca de ese pedido bastará con que la escuchemos un poco para que enseguida se pueda revelar distinta. Para unos podría ser entonces un reclamo, para otros un ruego, para unos una exigencia, para otros una obviedad, para unos ni siquiera haría falta pedir y así sucesivamente. Lo cierto es que cuando vamos accediendo a las formas en que habita en cada quien esa modulación deseante nos vamos dando cuenta que cada uno desea desde un lugar singular donde algo de su letra, de su posición ante el discurso lo lleva a pensarlo de distintos modos.

Si esto es posible, no es más que porque el lenguaje cuando se hace decir accede a un lazo social en donde aparece la diversidad en toda su dimensión. Cuando se logra percibir que un dicho se equivoca, porque no puede ser garante absoluto de una verdad, nos queda la tarea de coexistir con la diversidad y con lo otro que no es uno, que constituye un efecto del lenguaje cada vez que nos aventuramos a correr el riesgo de decirlo.

Bibliografía

-Freud, Sigmund. Psicología de las masas y análisis del yo.

-Heidegger, Martín. De camino al habla

-Jakobson, Roman. Ensayos de lingüística general.

-Lacan, Jacques. Seminario «El deseo y su interpretación»

-Levi-Strauss, Claude. Lo crudo y lo cocido. Mitológicas I.

-Saussure, Ferdinand de. Curso de lingüistica general

*La obra que acompaña el texto pertenece a Steve Johnson.

El lenguaje y la diversidad sexual

 Me llevó mucho tiempo, y el paso por dos países que no era el mío, para darme cuenta de que para ser uno mismo es siempre mejor estar con otros, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinto, es decir, si es totalmente no uno.

Silvia Molloy “Animalia”

Lenguaje y diversidad

Es muy atinada la idea de hacer corresponder las vicisitudes de la diversidad sexual respecto de las imposiciones del lenguaje. Solo por los inevitables efectos de la palabra es que para el ser humano puede haber diversidades sexuales. En los animales no hay esa diversidad, solo hay diversidad de especies. La cita de Silvia Molloy hace referencia también a ellos como otro extremo de “lo otro”.

Si hay diversidad, o bien se la pretende, esto nos lleva a un tema que también interesa destacar que es el de la decisión, en este caso respecto de una posición sexuada. Si el ser humano está llevado y obligado a decidir respecto de las posiciones sexuales es porque hacerlo implica un acto, o actos, sobre algo a asumir. No se nace hombre o mujer, se nace macho o hembra. El ser, uno u otro, u otros, es algo que se impone y se puede o no asumir. Esas posiciones dependen de pautas, de valores sociales, de épocas y costumbres, de sistemas legales éticos y religiosos que enmarcan una decisión posible, pero no la garantizan. Otra vez la incidencia de la palabra. Esto atañe a lo relativo al ser, ser una cosa u otra, porque cuando hablamos de goces posibles las referencias se complican porque su búsqueda y lo que se logra alcanzar no dependen de la modalidad de ser que se impuso y/o se eligió.

Es precisamente la diversidad la que advierte que la sexualidad humana no es solo un acontecer del cuerpo, aunque no es sin él, porque la sola palabra tampoco alcanza a satisfacerlo cabalmente, aunque muchas veces lo pretenda y simule lograrla.

Paradójicamente el goce no es solo una cuestión del cuerpo, es una cuestión del sistema nervioso que también es del cuerpo y tiene otros efectos sobre él.

La lucha por los derechos de las mujeres primero y luego el reconocimiento de las diversidades sexuales y también de sus derechos, puso otra vez de manifiesto aquello que Freud destacó:  la compleja problemática de la sexualidad del ser humano, su carácter dramático, y muchas veces traumático, germen de las problemáticas psicológicas que advertimos. Hay siempre un goce que nos demanda, muchas veces sin consultarnos y, para colmo, es imposible de satisfacerlo plenamente. De ahí que su búsqueda no deje de reiterarse.

¿Elegir?

El lenguaje nos marca. Nos obliga a ser, a advenir. Ningún animal se pregunta, como Hamlet, “¿ser o no ser?”.  Los humanos si, aunque tal vez la pregunta más precisa sea “¿soy alguien o que…?. Ese “que” es el que abre a las diversidades de elección que hasta hace poco se reducía a ser hombre o ser mujer. Se reducía y tal vez se velaban otras elecciones posibles, aunque no dichas, ocultas. A veces sufrientes y otras no.

Esto nos lleva a una cuestión compleja que es el elegir. Elección que implica una decisión, un acto en el que alguien se asume “siendo”, incluso con la posibilidad, manifiesta u oculta, de que pueden sucederles otra u otras elecciones.

Pero las alternativas para una elección dependen nuevamente del lenguaje que permite perfilar alternativas como “modos de ser” o de advenir. El devenir de los movimientos feministas enfatizó y valoraron el lugar y los derechos reivindicatorios de la mujer, pero esto requirió formalizar que se entiendo por ser mujer y la diferencia con los varones. A esto se le suma y se incluye, con razón, la reivindicación de derechos como ser humano con independencia del sexo. Pero con requerimiento de igualdad. Una lucha que ha tenido, y sigue teniendo, distintos momentos no ajenos a otras luchas de reivindicaciones sociales, que entreveró esas luchas con plasmar aquello que singulariza lo femenino.

Esta última enfatizó en afirmar aquello que es necesario decir acerca de ellas: ni idénticas, ni por, ni contra, ni inferiores, ni superiores, ni siquiera esencialmente iguales; más bien Otras y, ante todo, Otras para ellas mismas, pero para lo que es necesario que sean iguales en derecho. “No somos… —dirá la protagonista de una novela—…tenemos coraje”.

La causa de las mujeres, digna, necesaria y esencial, pierde su valor cuando pasa solo por una reducción de la feminidad a su sola oposición a la virilidad, o bien cuando se indiscrimina como en el lenguaje inclusivo: homologa, pero oculta. Su enorme importancia fue el destacar que el odio a las mujeres es efecto de que ellas encarnan la “diferencia absoluta”, aquella por la cual un cuerpo hablante se vivencia diferente de él mismo. Es esto lo que aquél que odia no puede admitir y que se precipita en esa pasión que implica el rechazo de una alteridad que también lo habita. Un otro diferente pero igualmente humano.

 Nuevas pautas para una elección

 El movimiento o teoría queer, surgido en las postrimerías de los años 90, produjo un giro a la siempre compleja especificidad de las posiciones sexuadas. Su crítica central apuntó a refutar esa suerte de “naturalismo” que, señalaron, imperó históricamente en las determinaciones de género y orientaciones sexuadas. Cosificó posiciones confundiéndolas con el ser. Básicamente, resisten a lo que consideran normas impuestas desde una hegemonía heterosexual vigente que excluye a la cultura gay, la del transexualismo, la del transgénero. Su criterio, y su énfasis, es el resguardo y el respeto que merecen las personas por ser tales, independientemente del género y de su orientación sexuada. Desde una lógica de la pluralidad ese resguardo es una autodeterminación de posiciones sexuadas que apunta a quebrar etiquetas ya establecidas y prescriptivas.

 El valor se puso en la búsqueda en alcanzar lo que anhela el deseo y amor con independencia de los caracteres del cuerpo biológico y de la clásica posición sexuada, varón o mujer. La promesa de ese anhelo es el de un goce buscado. Y esto concuerda con el hecho de que el goce posible de alcanzar es independente de la diferencia sexuada. Esa diferencia solo indica como el varón o la mujer se despiertan al deseo, o seducen, o admiten ser seducidos y así es como se accede al goce. Pero el que se logra alcanzar no los diferencia en sus identidades.

 Otra vez la palabra en la conjunción y diferencia con el cuerpo erógeno. Lo llamativo es que se busca en la modalidad de goce un sostén identitario, de allí la enorme cantidad de modos y nombres que se despliegan al infinito como identidades. Ahora bien, ¿el goce “fija” una identidad? No parece, el goce es autoerótico, el deseo mutila el cuerpo y nos mutila, tal vez solo el amor y la amistad tengan la chance de advertir el qué somos desde otro, pero no sin el deseo y el goce que lo que complejiza tanto como el cuerpo macho o hembra que reclaman lo suyo.  

 Como todo cambio social solo el despliegue por devenir dará cuenta de la pertinencia, alcance y consecuencias de los cambios buscados. Ahora solo nos cabe indagar el sentido, la solución o el proyecto buscado en esos cambios.

*La obra que acompaña el texto se llama Las ideas nos llegan prefabricadas, de Fernanda Staude, técnica: grabado.

La sexualidad trans/ versada

El lenguaje implica para los analistas el paño con el que trabajamos, como lo es también para otras disciplinas. 

La palabra implicada en al acto de decir tiene una función y un lugar. Tiene una función en el campo del lenguaje, del lenguaje de los humanos y también un lugar en la lengua, en las lenguas que se habitan.

El lenguaje es esa estructura que nos tiene, nos parasita, nos sujeta según sus coerciones, es el que da forma y materia al Inconsciente.

Es con Freud que se descubre la sujeción al lenguaje y como gusto decir, el que nos somete por ello a tener una libertad condicionada de acuerdo a cómo ese lenguaje se ha hecho pasar.

El lenguaje promueve tanto el equívoco como la polisemia. Y esto es así por cuanto el lenguaje es insuficiente para cubrir el campo del decir, ya que, al decir, al hacer uso del lenguaje lo transformamos.

La producción inconsciente subvierte lo dado, lo acordado, lo esperado. Y esa subversión entendida como una escapatoria a lo normativo, engendra nuevas significaciones, nuevos sentidos, nuevos objetos.

La lengua, en cambio, es la casa que habita el parlante ser, el parlȇtre, y ha sido donada en principio por su madre, la lengua materna, aquella que hablan los niños antes de aprender la gramática.

La lengua entonces en principio es el sitio en el que se imprimen los primeros balbuceos, los primeros sonidos familiares, los ritmos, el despertar de los júbilos que regala el arte de hablar.

La lengua es el oficio de lo lúdico, como el lenguaje es al orden y la coherencia.

Si el hablar equivoca el lenguaje, porque el lenguaje es una normativa siempre desbordada por ese hablar, la lengua, afirmaba Lacan, es la integral de los equívocos permitidos por lo que se ha impreso en su historia

La lengua entonces, así concebida, escrito de corrido, lalengua, para cada hablante, es también en la comunidad, el territorio de lo más propio, de lo más familiar, de lo que se tiene en común, es lo que comparte con la familia, los vecinos, los grupos, la ciudad, el país. Es habitando la lengua que habitamos nuestro país, y es por ella que reconocemos, no solo la procedencia de quien habla, sino el grado de consecuencia que implica para cada cual el resguardo de una lengua que podría llamarse, reconocerse como propia.

Pero la lengua es impropia, se nos escurre, y hace de nosotros seres vulnerables, afectados por un decir que cambia permanentemente, ese decir está afectado por dos imponderables “Sexualidad y muerte”

Qué quiere decir esto, que lo que construye el carácter más íntimo de nuestro ser no entra en la palabra, y no solo eso, nos conduce a tener afecciones diversas, modos de intentar comprender lo inaprensible.

Pero los nombres no alcanzan, porque la lengua corrompe la homogeneidad pretendida entre sexualidad, muerte y palabra, ambas la desbordan, y nos vemos conducidos a derroteros a veces inesperados.

 No hay relaciones entre los sexos que estén preestablecidas.

Sin excepción, los seres hablantes tienen que inventar su relación sexual.

Es esto lo que los distingue de los animales, para quienes la relación sexual está programada, es siempre típica de una especie.

Es para los seres hablantes, como si allí hubiera un agujero en el programa

 La sexualidad es diversa, porque nunca puede vivirse igual, aun en el mismo sujeto, porque sujeto este a identificaciones varias, al ser interrogadas o analizadas estas pueden variar, como pasa en la adolescencia, que la irrupción sexual modifica la forma del habla, y muchas veces surge la poética como modo nuevo de hacer con el molde viejo de la lengua.

No alcanza con lo aprendido, entonces se inventan palabras, nacen poetas y músicos, inventores.

Como dice Jean Luc Nancy “Habrá que introducirse en la materia, ahogarse en ella, y comprenderla en su interior, los verdaderos pensamientos nacen al tocarlos”.

 En el psicoanálisis subvertimos lo corriente de la lengua, y en esa subversión, la abrimos, nos dejamos habitar por esos agujeros negros que nos hacen muchas veces no saber ni que decimos ni que hacemos.

Se cuela esa materia indecible, insípida e incolora, hasta que el decir singular le va poniendo coloratura, forma y volumen.

Agujeros que denuncian al ser sexuado, habitado por lo que pulsa a través de ellos, lo que punza, por lo que es pulsado.

Pulsionante y pulsionada, la sexualidad, se va colando en la lengua y nos denuncia su estofa.

 Pasamos de lo Uni-verso, el verso aprendido, a lo di-verso, los múltiples versos con los que vamos conformando nuestro modo de ser sexuados, de hacer con lo imposible.

 Es en los últimos años que vemos aparecer una cantidad de nombres donde hacer entrar una definición de la orientación sexual, que por supuesto sigue en aumento por no lograr cernir lo diverso de su campo regido por un goce que la palabra no logra abrazar

Pero es porque la historia se inscribe en los cuerpos, al decir de Foucault que nos preguntamos sobre la relación que las palabras determinan en las cosas y las costumbres sociales.

J. Butler se pregunta en “El género en disputa” qué ilusión sostienen la transparencia y la claridad del lenguaje, y dice que la identidad de género no es un punto de partida, sino el producto de un proceso de construcción social

Para decirlo sencillamente se construyen formas de ser mujer y varón, y se ha creído que esas identidades estaban garantizadas por la Biología.

Pero si el lenguaje construye la materialidad de los cuerpos, esto estaría puesto en cuestión.

El psicoanálisis ha llevado la delantera, en descubrir que no hay un efecto de coherencia entre un sexo, natural y genital, un género femenino y masculino, y un deseo heterosexual. Esa Tríada estalla.

 Las vidas no responden al mandato binario ni heteronormativo, pero si a una forma discursiva, que los posiciona singularmente frente a la invariancia falo, castración de una manera que se acerca más a lo trans-versal, versando en un tránsito que no es posible encasillar.

La extensa lista de nombres aportadas por el movimiento LGTB dan cuenta de la insuficiencia en la búsqueda del concepto de identidad, que viene de ídem, lo mismo por ello no admite la diferencia. En la medida que la identidad supone una repetición de lo mismo, supone una relación con lo que en la historia de la filosofía se ha llamado la esencia.

Y la sexualidad humana más que esencia es una consecuencia de un entramado histórico, familiar y social que conlleva a un origen siempre incierto y un destino poco claro.

Para el paradigma de la identidad, la inaceptabilidad de su contingencia, esto es, de su reinvención permanente es una manera más de justificar que la identidad supone algo definitivo, pero ¿qué sos?… esto o aquello, descansando en una dicotomía esclavizante.

El paradigma de la identidad supone afirmarse en lo que sos, negando la diferencia que se sostiene en el abanico de goces que nos propicia la apertura del nombre del padre a los nombres del padre

Es por esto que hay que hacer una diferencia entre, diversidad y diferencia.

Lo diverso no implica de suyo que haya diferencia.

La diferencia es una cuestión de discurso, una posición lógica incluida en cualquier diversidad.

Puede haber diferencia en una pareja homosexual y haber relación homogénea en una relación hetero.

Es por esto que la autopercepción es también un sintagma a revisar.

No necesariamente la autopercepción denuncia la verdad, ya que esta se dice a medias y se aleja de lo definitivo siempre.

La percepción está siempre atravesada por el Otro y construida por otros, es en esa alteridad que decanta.

El concepto de diversidad sexual implica considerar la existencia de variadas orientaciones sexuales, llamadas identidades de género, como heterosexualidad, homosexualidad, bisexualidad, transexualidad, transgeneridad, e intersexualidad, un intento de romper con la heterosexualidad como modelo hegemónico, superior y normal.

La diferencia sexual, la pensamos en el contexto de lo que se llama sexuación u opciones de identificación sexual.

Diferencia apunta a la categoría lógica de imposible en tanto no hay complementariedad en esa diferencia.

Lo cierto es que es de un inmenso avance para la cultura y en particular para nuestro país la legitimación del matrimonio igualitario y la ley de identidad de género, pero ninguna de estas leyes podrá lograr la incomodidad estructural que la inadecuación de lo sexual propone al hablanteser, siempre errático en una lengua que pierde el nombre de las cosas a cada rato.

El psicoanálisis, como práctica en nuestra cultura, puede propiciar hallar un alojamiento a esa incomodidad estructural menos culpabilizante donde la elección sexual se soporte en la causa que la origina y el deseo que la motoriza, y no en ideales familiares o culturales que extorsionan la libertad buscada.


Bibliografía

  •       Butler, J. (1990). El género en disputa, Editorial Paidós.
  •       Lacan, J. (1975).  El seminario XX, Editorial Paidós.
  •       Pedrotti, G. (2020). La escritura de lo íntimo, Buenos Aires, Editorial “La docta ignorancia”
  •       Senar, R y Factorovich, P. (2021). ¿Qué discuten el psicoanálisis y los feminismos?, Editorial Letra Viva.
  •       Tenenbaum, E. (2018). Trabajos publicados en “Lo indecible sustraído a la nada, de poesía y de psicoanálisis”, compilación bilingüe Ítalo Argentina.

*La obra que acompaña el texto se llama El origen, de Elizabeth Vita, técnica: bordado a mano.