Cuando hablamos de lenguaje y de diversidad nos estamos refiriendo a dos nociones intrínsecamente humanas que se encuentran entrelazadas e implicadas mutuamente, al punto tal que nos resulta difícil poder pensar a la una y a la otra por separado.
Trataremos de poder mostrar aquí, muy sucintamente, de qué manera el lenguaje, para poder articularse, necesita de la diversidad y cómo la diversidad, para poder reconocerse como tal, precisa sostenerse en el lenguaje.
Algo que nos caracteriza como seres humanos es el lenguaje y, aunque existen una gran cantidad de funciones a las que también podemos denominar «lenguajes» (por ejemplo en la programación informática), nos resulta interesante poder aludir aquí a algunas de las cosas que caracterizan específicamente al lenguaje humano y por qué, a partir de ellas, podríamos pensar en esta conexión inherente a lo diverso.
Una diferencia muy importante consiste en que, para el ser humano, existe la posibilidad de hablar, un camino al habla, como sostiene Heidegger; una condición a través de la cual la lengua puede llegar a adquirir significación.
Un lenguaje, ciertamente, puede lograr cosas y obtener resultados. Por supuesto que esto puede ocurrir y de hecho ocurre en el humano, pero no es lo que distingue precisamente a nuestro lenguaje de los otros.
Un malestar, una felicidad, un dolor, un placer, una alegría, son todas cuestiones que se «sienten» pero, a su vez, cuando procuran ser expresadas a través de la lengua, nombradas por las palabras, caracterizada a través del habla, van a generar una transmisión en donde eso que está sucediendo significa algo para alguien, tanto para uno que dice como para otro que escucha. A ello podemos denominarlo significación y requiere siempre de alguien que esté dispuesto a decir y de otro que sea capaz de escucharlo.
El lenguaje humano, si bien es simbólico, paradójicamente no genera solamente símbolos que harían de él algo totalmente inequívoco. Un símbolo es un modo de transmitir algo que intenta hacer coincidir al emisor con el receptor. Pero, como estamos sosteniendo, el lenguaje humano va más allá de la comunicación porque en ésta, muchas veces, nos encontramos ante el mecanismo de transmisión de un mensaje codificado de tal manera que no varía en cuanto a aquello que significa, independientemente de quién lo transmita. Una comunicación podría apuntar, por tal motivo, a una certeza en la cual lo que se comunica busca producir una respuesta inequívoca que no varíe de significado respecto a lo que se necesita hacer pasar a otro. Pero, por el contrario, en el lenguaje humano existe un modo de decir que produce que haya error, equívoco, incertidumbre y diferencia entre lo que alguien pretende decir y lo que otro supone haber escuchado. Esto es posible porque nuestro lenguaje comporta varias características que hacen que ningún ser humano pueda tener un dominio totalmente instrumental sobre la lengua, dado que por más clara y transparentemente que se quieran decir las cosas, siempre se dependerá de la escucha de otro para que estas adquieran un significado. A ello sumemos también que, cuando se habla, puede ocurrir un equívoco al que se llama lapsus, que hace que a veces queramos decir una cosa y terminemos diciendo otra; momentos en donde nos sale otra palabra que no sabemos bien de dónde surgió.
Entonces, además de ser el otro el que le da cierto sentido a lo que decimos y de que cuando hablamos podemos equivocarnos, nos pasa frecuentemente que necesitamos salir a aclarar las cosas que decimos. Ello es porque la significación de las cosas no se producen de a uno, ni en uno, sino que necesitan estructuralmente de la escucha de otro. Nuestro lenguaje es simbólico, como contábamos arriba, pero no está totalmente codificado. Eso quiere decir que se trata de un sistema de signos que se comportan de determinada manera siguiendo una serie de reglas gramaticales específicas para cada lengua y que varían de una a otra. Estas reglas deben ser asumidas por cada ser hablante a fin de poder estar en lo que denominamos un discurso.
Ciertamente en toda lengua existe algo que podríamos denominar una convención social que estabiliza el sentido de ciertas frases y permite que, de este modo, en parte nos comprendamos. Sin esto no habría ninguna posibilidad de transmisión. No obstante, también podríamos pensar que la lengua es algo vivo, que no se cierra nunca totalmente sobre la convención social y permite que en ella se vayan produciendo cambios, modificaciones, incorporación de nuevos vocablos y generación de diversos sentidos. Que la lengua y que los modos de hablar van mutando es una realidad empírica y eso podemos verlo simplemente pensando qué palabra o expresión semántica usamos ahora que no podríamos haberlo hecho hace por ejemplo veinte años. Si yo digo: «Te mandé un WhatsApp con un link en el que te comparto una serie que estuve maratoneando por streaming este finde» es probable que muchos hoy entiendan de qué se trata, como también parecería cierto (de haber sido posible) que si uno hubiese usado las mismas palabras hace veinte años estaríamos en serios aprietos respecto a poder ser comprendidos. Es decir, esto mismo que hace unos años sería un galimatías, ahora es un mensaje comprensible. La razón es porque la lengua no tiene solamente una faz cerrada a la convención, sino un polo social abierto a la incorporación de nuevas expresiones. Podría objetarse aquí que la frase anterior se hubiese pronunciado antes de esta manera: «Te llamé por teléfono para recomendarte una serie que estuve viendo por televisión durante el fin de semana». Pero no es la misma frase y no significan exactamente lo mismo aunque ambas aludan de algún modo a un cierto parecido. Llevemos lo mismo más atrás en el tiempo, cien o doscientos años, ¿habría manera de poder decirlo? En cualquier caso, la lengua es algo vivo en donde no solo se incorporan nuevas expresiones y otras caen en desuso, sino que también muchas veces lo mismo va significando diferentes cosas a lo largo del tiempo.
Podemos pensar, a partir de aquí, que una lengua es un sistema que nos permite formular la pregunta acerca de cómo es posible que se produzca sentido a partir del lenguaje. Notemos, para responder esto, que la lengua está compuesta de frases, de palabras, de letras y de unas unidades más pequeñas aún que se denominan fonemas. Un fonema podríamos pensarlo como el sonido de una letra. Si nosotros reproducimos cómo suena cada letra estamos en el territorio de los fonemas, que son las unidades de sentido mínimas de cada lengua.
Notemos que cada lengua tiene, a dónde articularse, una serie de fonemas que no son todos los posibles. Es decir, que un lenguaje en particular no usa todos los sonidos posibles de ser producidos fonéticamente, sino que utiliza algunos. Podríamos decir que esto es una convención que se va dando espontáneamente y que nadie se puede arrogar el derecho de esa selección. Se va dando.
Hay una corriente en las ciencias humanas desprendida de la lingüística que se denomina fonología y una escuela que llamaremos estructural, que resultó en su momento muy importante a la hora de poder responder de qué modo se produce el sentido a partir del lenguaje. Como su nombre lo indica, la fonología estudia los fonemas, es decir, los sonidos y, los fonólogos estructuralistas, van a afirmar que el sentido de algo se determina no tanto por cada fonema en sí mismo sino por la posición que estos tienen en una estructura. Entonces, si se cambia la posición de alguno de ellos, cambia el sentido de todos. Por ejemplo, si pensamos que una palabra es una estructura y yo digo “pata”, “tapa”, “apta” podemos notar enseguida que lo que estoy utilizando son los mismos sonidos que, según dónde se ubiquen, van a determinar un sentido u otro y remitir a una cosa u otra. Lo curioso es que, pensado estrictamente, la materialidad de esos sonidos es la misma, pero, como cada uno tiene una distinta posición en la “cadena”, provocan significantes diversos.
En sí mismo, este es un gran descubrimiento que, además, nos lleva a una situación aún más importante y que podría formularse en la siguiente pregunta: ¿Qué característica tiene entonces que tener un fonema, un sonido, un significante, para que según como se ubique en la estructura signifique una cosa u otra?
La respuesta requerirá de cierta reflexión ulterior: cada uno de esos fonemas por sí mismos tienen que tener la capacidad de poder no significar nada en particular, pues, si tuvieran esa capacidad, por más que ocuparán cualquier lugar en la estructura siempre significarían exactamente lo mismo y darían el mismo significado. Serían símbolos que no alterarían su valor por más lugar distinto que ocuparan. Entonces, en este novedoso abordaje que produjo el estructuralismo, cada fonema tiene que tener una cierta ausencia, un cierto sinsentido, es decir, que a cada uno les tiene que faltar algo que haga que puedan adquirir un distinto papel según el lugar que ocupen.
Si llevamos esto que venimos diciendo al terreno de un significante (al que se considera la parte material del lenguaje, pues incluye el sonido de un vocablo) diremos que por sí mismos tampoco alcanza a decir nada, sino que necesita de al menos otro más que por oposición venga a articular lo que el primero no alcanza a decir y así sucesivamente.
Esta negatividad del significante hace que entonces algo no signifique alguna cosa de manera fija, sino que pueda entrar en el juego de la significación, articulándose los unos con los otros.
Si el significante es la parte sonora de un lenguaje y el significado es la idea que se nos representa de ella y entre ambas constituyen lo que Ferdinand de Saussure denomina signo lingüístico, lo que vamos a poder sostener a partir de aquí es que esta asociación entre ambos no es fija. Puede haber por ejemplo iguales sonidos que en otras lenguas tengan un significado diferente, por lo cual podemos decir que nada en el significante indica a qué significado corresponde, sino que es algo que se va produciendo a partir de un acto de significación. En ese entre-lenguas descubrimos una proliferación de significantes mucho más que de significados fijos y explicativos de una realidad fija e inmutable.
El antiguo pensamiento positivista buscaba generar una explicación acerca de las cosas y para ello precisaba un lenguaje que fuese el instrumento que garantizara dicha explicación. Pero en las ciencias sociales se va a producir un cambio teórico que se conoce como “giro lingüístico” a partir del cual se empieza a considerar al lenguaje mismo en su materialidad, en su densidad, Ya no se trata que una verdad se encuentre en un significado fijo y que alguien la detente como experto de un saber , sino que la verdad va a producirse por la misma articulación entre los significantes y por el encuentro entre el que habla y el que escucha.
A partir de este giro podemos sostener que no hay un dominio de la lengua por parte de los sujetos, sino que es la lengua la que nos atraviesa y nos obliga a asumir reglas que nos preceden y que no inventamos.
Esta idea que sostiene el estructuralismo es central para poder apreciar los efectos entre el lenguaje y la diversidad.
Por un lado, sabemos que la diversidad de lenguas en un determinado espacio geográfico va generando una lógica de intercambio que hace que las culturas que lo habitan tengan menos tendencia a unificarse bajo la esfera de un discurso único, que podemos denominar un discurso amo, que procurase dominar el sentido de los acontecimientos y de fijar un sentido último de las cosas.
Los grandes relatos intentan generar explicaciones del mundo que se cierran sobre una imagen de sí mismos que los protege como tal, impidiendo la variación y rechazando las nuevas versiones. Procuran ser explicaciones globales que por efecto de su universalidad se transforman muchas veces en relatos canónicos que procuran reproducirse sin diferencia alguna. Esto sería lo opuesto a una diversidad que existe de hecho y a través de la cual hay un esfuerzo de traducción de las representaciones que forman parte de una lengua, hacia otra. Este intercambio es posible porque los sujetos no dicen lo mismo, sino que se esfuerzan en dirigirse hacia una transmisión.
Un discurso que rechaza la diversidad se propone como fundante y coincidente con un origen único de las cosas. Esto a diferencia de lo que afirmaba Claude Lévi-Strauss acerca del mito, que para él consistía siempre en una suma de versiones, de variaciones. Algo así como si hubiese una canción de la cual solo hay versiones (covers) sin que haya un original. Pero cuando al lenguaje se le quiere quitar su diversidad, se busca justamente fijar ficcionalmente ese supuesto “original”. Por eso la lengua más que fundar a las cosas las engendra y las va diseminando por efecto de su diversidad.
Entender al lenguaje como un sistema de carácter relacional hace que cada uno de sus elementos por sí mismos no puedan erigirse en un valor absoluto para representar la verdad acerca de algo. Por un lado, se necesita invocar siempre más de una palabra para participar del discurso y, entonces, cada una de ellas tiene la virtud de poder ir participando en la generación de algún sentido, pero también el límite de no poder hacerlo por sí mismas, sino en la vinculación de unas con otra.
No todo lo que acontece puede ser pasado totalmente a un sentido y siempre nos quedará algo del lado del sinsentido, de lo que no alcanzamos a formular, a terminar de decir, a expresar, pero que al mismo tiempo intuimos también forma parte de lo que nos sucede.
Lo simbólico, al ser una función, puede adquirir distintos valores, pero también tiene un límite. En psicoanálisis optamos por referirnos a funciones antes que a figuras, porque nos dan la ventaja de poder operar con distintos valores. Por ello decimos función paterna o materna antes que figura paterna o materna. En general, una figura tiende a entenderse como una representación fija que no se deja interpelar sin que caiga completamente en su sentido. La función, en cambio, nos pone en la pista acerca de que la misma puede ser ejercida de un cierto modo en que va variando para la experiencia del sujeto. Una función puede representar, de esta manera, muy diversos papeles.
Pero así como hay función simbólica, también está, en su estructura, tiene un registro real que hace que no haya un sentido último de las cosas, sino más bien un trabajo constante de darle cierta coherencia, podríamos decir, a un sinsentido. Cuando algo se ordena no quiere decir que eso sea EL orden, sino que es UN orden posible en relación con los acontecimientos que afronta. Pero para poder asumir este punto, en donde la verdad no es una sola y en donde nadie tiene la última palabra, es necesario que haya algo en el significante que esté vacío (de pleno sentido).
Se hace preciso aquí recordar una condición fundamental del habla que es la vinculación necesaria entre los significantes y su propia diversidad, en donde cada uno se presenta por lo que no es, en oposición a otros que tampoco son plenamente.
Es muy importante esto para el psicoanálisis, porque nos evita los efectos de masa en donde se propone un líder que, por el supuesto amor que siente por todos, erige un discurso que pretende argumentar una posición sin fisura.
Si bien alguno puede asumir una representación en un cierto momento, es necesario que esa misma representación en algún momento luego se deje caer para poder pasar a otra. Si se asume esta situación, en donde una pretendida figura eterna y totalizante puede declinar su valor, se genera entonces un efecto que llamamos de lazo social que es muy distinto al efecto de una masa compacta unificada en su sentido.
Si se asume la diversidad del lenguaje, esto es, que por la estructura de la lengua uno solo no alcanza para lograr un sentido, aceptamos básicamente también que no somos capaces de decirlo todo, ni de representar algo de una manera absoluta y para siempre, cosa que es muy ventajosa para el progreso colectivo del decir.
Podemos pensar que hay dichos y hay decires. El dicho es más cerrado, más armado y en general se pronuncia con una contundencia que no requiere tanto de los otros. Pero el decir es más abierto, no fija tanto un sentido de las cosas, sino que intenta hacer pasar una verdad que se va articulando con lo que alguien escucha de ella y con los equívocos que puede tener en sí misma. El decir hace que una lengua no sea categórica y pueda admitir su propia imposibilidad de significarlo todo. También posibilita que se pueda acceder al decir de los otros que también utilizan el intercambio de los significantes para producir sus discursos.
Una lengua que petrifica un sentido y que hace al sujeto dependiente de ese congelamiento tiende a conservar una representación que requiere de figuras de autoridad que se supongan garantes de cierto significado. Pero, más allá de eso, la propia genealogía del lenguaje hace que nadie pueda imponer un modo de decir, salvo que esté en posición de amo o que censure la diversidad. Un dicho apunta a parecerse a sí mismo y a desconocer la variación que produce la lengua cuando se va formulando. Un dicho procura que la mayoría se parezca a la supuesta verdad que sostiene o que trata de imponer, cuestión que se ubica en las antípodas de la diversidad.
En el decir hay algo entonces que, más que con el significado fijo e inmutable, se vincula a la capacidad que este tiene de poder dejarse leer por otros, y eso conlleva un esfuerzo tanto por parte del que dice como por parte del que escucha. A eso apuntamos muchas veces en nuestra clínica, a convertir a los dichos en decires y a las afirmaciones en preguntas. Para concluir, imaginemos a un grupo de personas enunciando lo mismo, supongamos por ejemplo que fuese el deseo de tomar un helado. El objeto de esa formulación podríamos decir que es uniforme, que vale para cada uno, sin embargo, la posición que cada cual tendrá acerca de ese pedido bastará con que la escuchemos un poco para que enseguida se pueda revelar distinta. Para unos podría ser entonces un reclamo, para otros un ruego, para unos una exigencia, para otros una obviedad, para unos ni siquiera haría falta pedir y así sucesivamente. Lo cierto es que cuando vamos accediendo a las formas en que habita en cada quien esa modulación deseante nos vamos dando cuenta que cada uno desea desde un lugar singular donde algo de su letra, de su posición ante el discurso lo lleva a pensarlo de distintos modos.
Si esto es posible, no es más que porque el lenguaje cuando se hace decir accede a un lazo social en donde aparece la diversidad en toda su dimensión. Cuando se logra percibir que un dicho se equivoca, porque no puede ser garante absoluto de una verdad, nos queda la tarea de coexistir con la diversidad y con lo otro que no es uno, que constituye un efecto del lenguaje cada vez que nos aventuramos a correr el riesgo de decirlo.
Bibliografía
-Freud, Sigmund. Psicología de las masas y análisis del yo.
-Heidegger, Martín. De camino al habla
-Jakobson, Roman. Ensayos de lingüística general.
-Lacan, Jacques. Seminario «El deseo y su interpretación»
-Levi-Strauss, Claude. Lo crudo y lo cocido. Mitológicas I.
-Saussure, Ferdinand de. Curso de lingüistica general
*La obra que acompaña el texto pertenece a Steve Johnson.