Sección dedicada a las reflexiones en torno a la subjetividad de la época y sus debates actuales, tendiendo puentes hacia nuestros lectores.
En los últimos tiempos las consultas por persistentes tropiezos en el encuentro de un niño con otro se han multiplicado. El asunto no deja de merecer atención en padres y maestros quienes se enfrentan con el hostigamiento o la segregación que muchos niños padecen o provocan en escuelas, plazas, clubes y otros espacios compartidos.
¿Cuál es la causa de esa violencia en la infancia?
¿Por qué esa hostilidad temprana de un ser humano a otro?
El encuentro con los otros siempre ha sido conflictivo. Diferentes a los animales que maltratan o matan sólo cuando su naturaleza los impulsa, desde pequeños los niños muestran mejor o peor disposición a relacionarse con otros niños. Algunos son proclives a compartir el juego, muchos no cejan en dejar fuera de juego al otro.
Descreídos de razones naturales, innatas o biológicas para explicar estas diferencias, los psicoanalistas nos preguntamos ¿qué papel cumple el otro para la existencia del sujeto, qué es otro niño para un niño?
Sabemos que el desamparo con el que nacemos nos coloca en una dependencia real que hace imprescindible la presencia de otro ser humano para subsistir. Su asistencia es primordial para la constitución de nuestra estructura. Para el viviente humano , que nace prematuro en su constitución, no es un dato menor alcanzar un lugar privilegiado ante aquel del cual depende ni le resulta indiferente, en caso de creer lograrlo, la posibilidad de enfrentar el riesgo de perderlo. La aparición de otro niño en el universo del que se creía único actor y protagonista, sufrirá un verdadero vendaval. Ante la percepción de otro niño causante del interés y deseo materno verá conmovido su mundo.
Sigmund Freud describió de modo claro y riguroso lo que implica la presencia de otro niño para el sujeto que creía ser todo para la madre. La aparición de un hermanito en la escena familiar inaugura no sólo pérdidas dolorosas con enormes consecuencias sino también abre un tiempo de descubrimiento. El niño descubre que no era lo que creía ser, descubre lo que estaba cubierto. Así, la aparición de otro cumple en primera instancia una función esencial en la existencia, implica despertar de creencias ilusorias, de saberes ya sabidos, activando una ganancia sin igual, promoviendo la pregunta, muestra clara de la falta de saber. Las preguntas del ser humano comienzan cuando se puede percibir la otredad. Sin ese extraño que conmueve el propio lugar nunca nacerá un investigador.
Sin duda se trata de una verdadera ganancia, pero esa presencia no causa inicialmente bienestar. Su emergencia introduce también una amenaza para la unidad y consistencia de la imagen propia. El otro surge como un intruso al que se quiere eliminar, al que se prefiere hacer desaparecer, al que se pretende destruir.
Freud lo menciona pero también aclara que con el tiempo ese otro, que despierta inicialmente el aguijón narcisista y las pasiones destructivas del niño, ese otro niño , que constituye el paradigma de lo fraterno, pasará a ser un compañero de juegos.
Parece natural pero no lo es.
Basta acercarnos a la cotidianeidad para comprobar que los sentimientos nobles no se gestan temprana ni espontáneamente, tampoco son de progreso evolutivo, y más bien dependen de operaciones contingentes.
Los frecuentes tropiezos y síntomas que tempranamente emergen en la infancia a la hora de producir ese pasaje parecen desmentir lo descrito por Freud respecto de que solo el tiempo vaya a permitir ese pasaje. La tensión agresiva subsistirá en diversos grados y no es infrecuente hallar adultos que seguirán haciendo del otro un enemigo al que se adjudican todos los males, depositando en él una perspectiva fija, afirmatoria de la propia bondadosa identidad.
Nada lleva espontáneamente a abandonar la hostilidad, el firme anhelo de hacer desaparecer al otro. El transcurrir de los días no alcanza para ver surgir el sublime deseo de considerar al otro un compañero de juegos.
¿Qué permitirá entonces que el otro pase de ser un intruso a ser un compañero de juegos?
El lugar del otro en la estructura del sujeto va a depender de que oriente vías para canalizar constructivamente la tensión agresiva y los goces destructivos. Esos que muestran su peor versión ante la presencia real del otro, tensando la unidad imaginaria del niño.
Los efectos de traspié en el lazo social, tanto el hostigamiento y maltrato entre los niños como las guerras persistentes entre adultos, muestran esa tensión agresiva que perdura a lo largo de toda la vida. Sin embargo, las palabras que un niño recibe de sus mayores significativos y del discurso de la época, producen diferentes eficacias en la percepción de la otredad.
Según los decires que ayudan al niño a ubicar su lugar en determinada perspectiva, el otro puede seguir siendo un intruso al que hay que eliminar, puede hacerse un rival o un competidor estimulante, transformarse en un opositor que hace presente la diferencia, subsistir como un enemigo que amenaza la consistencia y al que hay que aniquilar, pero también puede convertirse en un amigo.
¿Que sería para el caso un amigo ? El que siendo otro me ofrezca el oportuno acceso a la búsqueda de lo que me falta, causando el deseo de jugar.
El amigo es el compañero de juego en la vida , es el que permite que los goces hagan juego, que no sean idénticos a lo familiar , el que recrea la existencia del sujeto. La otredad previene del empobrecimiento endogámico al generar la recreación de los goces.
En el encuentro con los otros niños se recrean los goces exogámicos, el jardín, la escuela, el deporte, la plaza, son todos espacios más allá del grupo que siempre aspira a lo familiar.
Ahora bien, si el encuentro con otro es una oportunidad, también es oportuno recordar que, en tiempos como el nuestro de profunda desorientación, el sujeto se encuentra proclive a hacer una regresión y colocar al otro solo en el lugar del intruso, en el plano del invasor de nuestro territorio, el que nos quita lo que es nuestro, el que nos contamina con el virus y es amenazante. En definitiva, en el otro se pueden proyectar todos los males propios que atacan nuestra consistencia. Con ello resurge lo peor del ser humano, el exterminio de toda extranjeridad, el agrupamiento fanático, la segregación, la nula autocrítica.
Por eso el psicoanálisis, que brega por la existencia del sujeto, amenazada en nuestra actualidad en medio de afirmaciones apodícticas y terminantes, no cesa de promover el desconocimiento oportuno al que el otro nos acerca, remedia nuestra ignorancia y nos protege de sus consecuencias.