La guerra

Con las heridas abiertas frente a las consecuencias padecidas por la pandemia y bajo los efectos incalculables de ello, se liga, en pavorosa continuidad, la conmoción a la que nos sume una nueva guerra. La invasión de Rusia a Ucrania. 

Evoco en estos momentos la frase del personaje de la película Adrei Rublev, pintor iconoclasta del siglo XV, película dirigida por Andréi Tarkovsky que dice: los hombres han cometido todas las estupideces habidas y por haber y desde entonces no hacen más que repetirlas. 

Desde Caín y Abel, una marca se instaura en la naturaleza de lo humano. Las luchas fratricidas, la lucha contra el prójimo, el odio aniquilador, adquieren sus renovadas versiones de segregación a lo largo de la historia de la humanidad.

Intentando sobreponernos a las secuencias de muertes que la pandemia y ahora la guerra nos presenta, una pregunta retorna en cada uno de nosotros ciudadanos de la polis y del tiempo de la historia que nos toca vivir. Su insistencia al modo de la pregunta dice de lo que no debemos aceptar bajo ningún concepto ni argumento espurio: ¿Por qué la guerra una y otra vez?

¿Qué de lo humano lleva a la aniquilación de otro ser humano?

¿Qué implica el otro para cada uno de nosotros?

¿De qué se nutre el odio, la avaricia, el afán de poder, para reiterar actos aberrantes entre los seres humanos?

También evoco la pregunta que le fue dirigida a Pablo Picasso por un oficial alemán durante la ocupación nazi en Francia frente a la obra que inmortalizó la masacre de Guernica: ¿Usted hizo esto?. Con decidida toma de posición, el gran pintor no eludió el deber ético que su obra testimoniaba al responderles: No lo hice yo. Lo hicieron ustedes, en referencia a la destrucción que el nazismo llevó adelante en Guernica y desde luego no solo allí. 

Se nos plantea la evidencia de que la construcción del horror que la guerra comporta, sea cual fuera su ropaje, piedras, palos, lanzas, misiles, armas nucleares, no reconoce otra fuente que el de la naturaleza humana. Es lo que Freud selló de manera magistral en “El Malestar en la Cultura” al situar  las fuentes del penar en el ser humano. 

En el texto, Freud hace mención a la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre las personas, en la familia, en el estado y en la sociedad.

Si bien el elemento cultural sería el primer intento de regular los vínculos sociales, para ello es decisivo la sustitución del poder del individuo por el de la comunidad

 Poder llevar adelante la vida en común requiere de la renuncia a la satisfacción de la pulsión de dominio que habita al humano.

Basta recorrer la historia de los genocidios que caracterizaron el siglo XX, sin desconocer las múltiples formas de desaparición de personas siglos tras siglos, para reconocer que la renuncia a las pulsiones que habitan a los seres hablantes no encuentra en ellos la disposición suficiente. Los discursos totalitarios surcan el camino para que resurja reiteradamente el odio y la segregación. 

“Civilización o barbarie” es el desafío constante al que nos enfrentamos. Ser escépticos de la condición humana no se equivale a la renuncia que la ética del psicoanálisis nos propone, al intervenir en el campo individual y social, toda vez que el discurso único arrasa con las diferencias. Camino ético por el que decidimos continuar cada vez.