Lo que la pandemia nos dejó

Podemos decir que el título que nos convoca connota la esperanza que implica nombrar como posible el haber dejado atrás la pandemia del COVID-19. Esa esperanza responde al reconocimiento de que contamos con vacunas y con una buena distribución de las mismas por el buen funcionamiento del plan de vacunación. La inmunidad que vamos logrando responde también a la escasa resistencia de la población a vacunarse, gracias a que en nuestro país se plantea desde la infancia como obligatorio el esquema de vacunación y se lo articula con el ingreso de los niños a la escolaridad y su continuidad en la misma.  Esto es de suma importancia porque hace no solo a la prevención de la salud sino también a la construcción de vínculos responsables y solidarios que es uno de los pilares fundamentales en una comunidad. 

Si bien lo que ha cesado es la cuarentena y no la pandemia, podemos decir que ha declinado su virulencia por efecto de la inmunidad lograda por la vacuna. Esto nos permite estar en otro momento de la misma, en un tránsito entre el aislamiento preventivo obligatorio (ASPO), que comenzó en el mes de marzo del 2020, y un nuevo modo de presencialidad, con alternancia entre actividades que se siguen realizando en forma virtual y el volver a encontrarnos con familia, amigos, en actividades tanto recreativas como laborales. Es verdad que no lo hacemos del mismo modo que lo hacíamos antes de la pandemia. 

Ante la pregunta sobre los cambios producidos respecto de lo que nos dejó la pandemia, recurrimos a lo que Lacan conceptualizó en el texto “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma”, donde desarrolla tres tiempos lógicos: el instante de la mirada, el tiempo de comprender y el momento de concluir. Podemos considerar que por estar inmersos y bajo los efectos de tanto horror vivido estamos en un tiempo de incertidumbre entre el mirar y el comprender sin poder concluir aún sobre los efectos de lo experimentado. Lo que sí podemos hacer es algunas conjeturas respecto de lo que vamos ubicando como cambios a partir de la vuelta a la presencialidad. 

Todo es muy novedoso, pero aspiramos poder partir en estas reflexiones tomando en cuenta la deuda que tenemos con los maestros que nos antecedieron como Freud que produjo la invención del psicoanálisis en plena guerra y Lacan quien nos legó un corpus teórico en su relectura de Freud que nos estimula a la apertura cuando nos dice en “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis” que mejor renuncie quien no pueda unir a su horizonte la subjetividad de su época.

Tuvimos que afrontar un real por el cual vivimos una etapa en la que en todo el planeta, sin distinción de lugares geográficos, de clase social, de raza o ideología, padecimos el efecto de la actividad destructiva de un virus inmanejable, descontrolado que cobró muchísimas vidas y, por lo tanto, nos llevó a tener vivencias de todo tipo. Desde terror en muchos, a negación en otros. Se tornó indispensable por su contagiosidad y letalidad tomar urgentes medidas de aislamiento preventivo e inmediatas medidas de políticas de Estado recluyéndonos en burbujas con los vínculos íntimos o más próximos.

Lo temido era que el sistema de atención médica colapsara y no pudiera dar cobertura a todos los que lo necesitáramos y, por tanto, el riesgo era de muerte. El lema era “quédate en casa” produciéndose una dolorosa situación para tantas personas que no contaban con la posibilidad de un hogar como refugio. El problema de la pandemia derrumbó las coordenadas macropolíticas singularizándose en circunstancias íntimas dolorosísimas en lo microsocial.

Hubo una abrupta interrupción de los modos de vida personales y colectivos con fuerte incidencia en los aspectos sociales, económicos, quedando en pie solo actividades esenciales sostenidas en primera línea por agentes de seguridad y salud.

Todo era nuevo y amenazador. Lo que sí estaba claro era la necesidad de proteger a las personas frágiles por salud o por edad. Las urgentes medidas tomadas tenían un subtexto: “ […] debemos cuidar a nuestros abuelos, a nuestros ancianos […]” produciendo un reordenamiento transgeneracional necesario, perdido en las últimas décadas con el predominio del discurso capitalista, al que con obediencia respondimos disciplinadamente desde los gimnasios, desde las dietas estrictas, desde la moda creando la ilusión de una eterna juventud.  Considero que esta es una de las cosas positivas que dejó la pandemia: el corte generacional necesario en toda comunidad.

Con la pandemia, nuestra subjetividad, nuestro cuerpo, debió encontrar puentes con la voz, con la mirada, construyendo otro modo de presencia a través de la pantalla. Se generalizó el uso de un espacio, el virtual, que nos permite conectarnos con personas que habitan otras geografías, otras culturas, llegar a lugares muy distantes sustrayendo el cuerpo. El efecto, la marca de esa nueva forma de la presencia la podemos ir leyendo en un nuevo modo de ubicar los cuerpos en los encuentros ahora sí presenciales. Ahora la distancia es un acto de cuidado amoroso hacia uno mismo y hacia el otro. 

El adulto a cargo de niños y adolescentes durante la cuarentena ha venido alternando el sostenimiento de su trabajo junto con el desarrollo de la vida familiar, acompañando a sus hijos/as en los aprendizajes y en la socialización. Ha experimentado una economía del tiempo que le ha posibilitado la articulación de la vida laboral con la vida de pareja y familia, muy enriquecedora en algunos casos.  Esta articulación no ha sido posible en otras familias sucediéndose en algunas, situaciones de endogamia y/o violencia. En otros casos, se ha instalado el miedo transformado en fobias graves que ha dificultado la circulación, exacerbando vivencias a veces francamente paranoicas con reacciones de aislamiento y efectos depresivos. Estas situaciones han llevado a incrementos de consultas en búsqueda de tratamientos psicoterapéuticos, psicoanalíticos y, en otros casos, ha precipitado a excesos de consumos de fármacos. 

Es muy importante la implicación del analista y la plasticidad del mismo en las situaciones complejas que la clínica nos presenta. Los analistas que atendemos niños, adolescentes y adultos graves hemos ido implementando,  desde hace unas décadas, variantes en la dirección de la cura, donde articulamos el análisis individual en dispositivos psicoanalíticos interdisciplinarios, como el centro educativo terapéutico y el centro de día. Refiero a tratamientos institucionales que llamamos “clínica de lo cotidiano” en donde la masividad transferencial de estas problemáticas las recibimos como equipo. Vamos interviniendo con aquellos miembros de la familia que van pudiendo llegar a la institución ofreciéndoles distintos espacios, como sesiones multifamiliares o sesiones familiares, pero es un trabajo que consideramos como construcción de implicación, de demanda que se presenta muy arduo. 

Con la pandemia se nos planteó la necesidad de dar continuidad al trabajo analítico con sujetos, en muchos casos, sin lenguaje, donde el analista y el equipo interviene a nivel de lo sonoro para que devenga fonema, haciendo intervenciones, propiciando el montaje pulsional para que devenga voz y mirada, construyendo escenas que propician vivencias de imbricación pulsional en la búsqueda de  la posibilidad del cuerpo como superficie de placer, como resonador de la presencia del otro, propiciando el que el sujeto pueda decir en el modo que le sea posible y construyendo lazo.  Como analistas advertidos del lugar que tiene la institución como terceridad que interrumpe la endogamia,  hicimos un trabajo para llegar a los pacientes, tuvimos que hacerlo a través de la familia, enviándoles videos, objetos que hacían en la sala, de modo que pudieron ir ligando su presencia con la voz y la mirada de los terapeutas en otra escena en otro tiempo y espacio. En el espacio virtual se fue haciendo un trabajo en red con las otras familias a través de escenas como festejo de cumpleaños que permitió a las familias sentirse parte de un colectivo y posibilitar la continuidad de los tratamientos durante el tiempo de la cuarentena. Las familias fueron implicándose de tal forma que comenzaron a poder escuchar de otra manera y a significar los sonidos, los gestos, las miradas, los movimientos y las palabras, entendiéndolas como eficacia de lo producido por sus hijos con el equipo y emprendiendo un saber hacer con los mismos. Con la vuelta a la presencialidad estamos en el desafío de poder dar continuidad a la implicación de las familias en el saber hacer con sus hijos, dando también lugar a la continuidad del espacio virtual como herramienta terapéutica.

En este tiempo de retorno a la presencialidad se van dando un abanico de posibilidades. Los niños, adolescentes y jóvenes volviendo a las instituciones educativas y los/las adultos/as que tienen trabajo formalizado que han venido realizando desde su casa acuerdan con los empleadores una alternancia entre el retorno al espacio de trabajo y la continuidad del trabajo en casa. Es evidente que hay un efecto de la pandemia que retorna en la necesidad de encontrar nuevos modos, nuevos acuerdos más flexibles, más plásticos respecto de lo laboral para articular con la vida familiar y de pareja. Hay una amplia gama de trabajadores no formales que forman parte de una crecida y convulsionada zona de la economía popular que padecen la precarización en todos los órdenes que la pandemia trajo.

Se trata, el coronavirus, de un real que nos colocó a todos por igual en relación con el desamparo estructural en la serie de los vivientes, aunque queda a las claras impúdicamente que no todos estamos en iguales condiciones para hacerle frente a este real. De ahí que también para no caernos de la escena del mundo es necesario el reconocimiento de la importancia de implicarse cada uno desde el lugar que ocupa.

Es necesario reconocer que la ciencia respondió a ese real con premura a punto tal que en el 2021 ya pudimos contar con la vacuna.

Esto debería permitirnos hacer y darle lugar de reconocimiento a tantos hombres y mujeres que con deseo y disponibilidad solidaria ofrecieron sus conocimientos. Tenemos como adultos la deuda de hacer una trasmisión del valor del conocimiento, de la educación a nuestros niños y niñas y bregar por políticas públicas que de igualdad de oportunidades al respecto. 

También queda claro que no todos los pueblos tienen el mismo acceso a la vacuna por cuestiones económicas, de ahí la responsabilidad de los adultos de transmitir valores como ciudadanos a nuestros niños y niñas sobre la importancia de contar con estados y de organizaciones que distribuyan la riqueza.  Pero, a su vez, y es lo que me interesa señalar, no todos los pueblos tienen la misma respuesta a la vacuna. Estamos asistiendo dolorosamente a la realidad de que algunos países que tienen recursos y desarrollo económico, no obstante, no tienen una cultura de vacunación y de cuidado de protocolo, que es más que poner el brazo, es poder ponerse cada uno en el lugar del otro y verse formando parte de una comunidad donde la inmunidad muestra que es efecto de otros factores como es lo social, los vínculos, la capacidad de valorar la vida propia y la vida de los otros, o sea un modo de lazo que es el cuidado y la solidaridad. La ciencia como conocimiento que es el saber, anudado al deseo y al amor, es un saber hacer que requiere de otro tipo de economía que con Lacan podríamos llamar saber hacer. La pandemia nos ha puesto en contacto con la pérdida, con la falta y como toda crisis es un intervalo, un vacío, que puede ser un agujero negro, aterrador o, por el contrario, una oportunidad, una posibilidad de creatividad.

Freud en 1916 en su artículo “La transitoriedad” se sirvió para trabajar el duelo de la referencia a un joven poeta taciturno que no podía regocijarse y disfrutar de la vida por lo transitorio de la misma. El maestro vienés hace allí consideraciones acerca del duelo necesario ante la pérdida ocasionada por la Primera Guerra Mundial y dice “construiremos todo de nuevo, todo lo que la guerra ha destruido y quizás sobre un fundamento más sólido y duradero que antes”. En verdad no hemos venido encontrando nuevos fundamentos que nos permitan modos sólidos y duraderos de convivencia para evitar nuevas guerras. 

En “El malestar en la cultura” (1930), Freud refiere a lo que considera tres fuentes de las que provienen nuestro penar: la hiperpotencia de la naturaleza, la fragilidad de nuestro cuerpo y la insuficiencia de las normas que regulan los vínculos recíprocos entre los hombres en la familia, el Estado y la sociedad. Dice que el hombre no puede dominar la naturaleza y ubica el organismo formando parte de ella, pero dice no entender la razón por la cual las normas que nosotros mismos hemos creado no habrían más bien de protegernos y beneficiarnos a todos. 

En el siglo XXI ¿qué nos deja la pandemia con el contacto que tuvimos con tantas muertes? Una de las cuestiones que nos deja es la conciencia de la vulnerabilidad biológica, social, económica. La necesidad de plasticidad para no sucumbir. Necesariamente, hemos tenido que ir encontrando nuevos modos de hacernos presente y de arreglarnos en lo cotidiano que en el buen caso nos empuja a encontrar con los otros un saber hacer nuevo, inventar modos nuevos. Pasar de vivir al otro como amenazante, que puede contagiarnos el virus, a comprender que con los cuidados necesarios podemos protegernos y proteger a los otros y en el lazo con los otros lograr cuidarnos.   

Como dijo Freud, la naturaleza y la muerte no la podemos dominar, pero hay normas que deberían protegernos y beneficiarnos a todos. La pandemia nos deja la insoslayable evidencia que la salud pública es una necesidad social que hace a políticas públicas para paliar los efectos de la desigualdad social. La salud es un derecho de los ciudadanos.