¿Qué nos dejó la pandemia?

Ante lo real del virus, el psicoanalista juega en contra de lo real

No es del todo del analista 

que depende el advenimiento de lo real.

El analista, él, tiene por misión jugarle en contra.(1)

Jacques Lacan

 

El analista y lo real ―el acontecimiento dramático― el espacio público, vaciado ―la vida cotidiana― el cuerpo, la voz, la mirada, el objeto a ―dispositivo analítico, más allá de la pantalla―. ¿Qué nos dejó la pandemia? 

¿Qué nos dejó la pandemia?

Es importante hablar, escribir y reflexionar en torno a este tema. ¿Por qué? Porque, si bien están controlados en casi todo el mundo sus efectos mortíferos, fue y sigue siendo un acontecimiento dramático con incidencias en lo social, en la política, en la cultura, en las artes, en las economías y en lo cotidiano de cada habitante del planeta. Golpeó las puertas de todas las casas, tensionó hasta límites insospechados las subjetividades, las relaciones, los hábitos. Produjo heridas que no cicatrizan rápidamente. Tal como expresa la etimología del término pandemia ―del griego, pan, “todo” y demos, “pueblo”―, no hubo población que no se viera sobrepasada por este real invisible que nos asoló por varios años y aún sigue vigente, dado que las personas se siguen contagiando.

Fue un acontecimiento dramático. Marcó, en muchos, un territorio de crueldad que evocaba, cada vez, las más siniestras manipulaciones de la tecnología dedicadas a la destrucción de la gente por millones. Produjo crisis y desestructuraciones psíquicas al no poder evadirse ni evitar retornos a endogamias no deseadas. En otros casos, fue la ocasión de un nuevo encuentro, con anhelos enhebrados en la posibilidad real de su despliegue, tales como el escribir, la música, el arte, y también fue la posibilidad de nuevos encuentros con los hijos, con la familia.

Una diversidad de experiencias rasgaba lo cotidiano usual. La abuela que caminó cincuenta cuadras ―no se podía viajar en ningún transporte público ni privado― para ver, a través de las ventanas, a sus nietos o el abuelo que, por fin, escafandras mediante, pudo caminar unas cuadras tomando de las manos a sus nietas, no sin el pasaje obligado por el alcohol en gel que, sin embargo, no pudo atemperar la ternura del gesto. O los niños que por fin pudieron encontrarse con sus padres y jugar. O aquellos otros que no soportaron el aislamiento con sus padres porque los retornaban a endogamias no deseadas. 

Trastabillaron configuraciones psíquicas que se creían estables ante las imágenes del horror transformadas en número de muertes. De alguna manera, lo no aprehensible se impuso como un real a desafiar o al que someterse. Irrumpían a diario, hora por hora, las estadísticas y acrecentaban la angustia.

Escuchamos y vivimos a diario nuevos efectos ―dificultades con el lenguaje y el lazo social en niños que recién este año pudieron ingresar a la escolaridad― y una diversidad de situaciones que se fueron produciendo y se deben ponderar día a día. Durante la consulta con el psicoanalista, los dichos se refieren a estos efectos, que aún hoy no pueden ni pudieron medirse. Pero fue ocasión también del hallazgo en amistades, colegas, pacientes y familia cercana, de una fuerza, motor del deseo que no se quedó atrapado en lo imaginario y chatura de la pantalla, lo que hizo posible que no se detuviera la conversación. 

Se mostró en acto que la presencia no es homóloga al cuerpo y que el deseo se abre paso más allá de la presencia corpórea. La voz ―¡ah!, la voz― y el oído. Estos instituyeron lugares privilegiados de encuentros con el Otro y sus resonancias no sin una condición respecto de la posición del analista: “que la mirada y la voz entren en el cuadro que concierne al fantasma, para hacer la experiencia del objeto a en transferencia en cada cura”(2). El decir del Otro, de otros, produce trazos, marcas, “inscrituras”(3) más allá de la pantalla. Actividades virtuales, nuevos aprendizajes y hobbies encauzaron ese motor imposible de soslayar y que los psicoanalistas nombramos en términos de deseo. Así, afrontamos ese real nuevo, desconocido y, por momentos, siniestro.

Atravesar este tramo nos ubicó entre los pliegues y despliegues de las marcas: las recibidas en nuestra formación, las producidas por lazos de amistad y trabajo, pero también tomaron relieve las marcas intergeneracionales, lo transindividual en acto como herencias simbolizantes, recuerdos, memorias, formas, sino de paliar, sí de soportar guerras, exterminios, holocaustos. Hablar, escribir, analizar, transmitir, aprender… Nuestros cuerpos afrontaron en vivo el hecho real de que no somos solo cuerpo ―orgánico no, sin dudas; tampoco solo cuerpo pensable como pura imagen―, sino cuerpos lenguajeros, habitados por la lengua materna. 

Sostuvimos la tarea psicoanalítica. El deseo de los analizantes contribuyó a intentar no dar hospedaje al virus en la vida de cada uno. Los psicoanalistas, los docentes y los médicos hemos contribuido con decisión a sostener, en medio de inquietudes por momentos caóticas, espacios deseantes, aunque el contexto y lo real del virus trajeran un espesor difícil de soportar marcado por el dolor, los sufrimientos y las muertes cercanas que no podían ser acompañadas. 

Durante los encuentros virtuales, comenzamos a interrogar la experiencia y la puesta en acto de nuevos dispositivos, las razones del diván, la función de la mirada y la voz en ese tramo en el que las sesiones se desarrollaron de forma virtual. Sabemos que no existe el dispositivo, sino dispositivos que vamos implementando según las situaciones, y la que estábamos pasando estaba atravesada por el aislamiento ―así vivido penosamente por algunos― y la distancia social propuesta no solo por nuestro Gobierno, sino también por otros en función de la protección del virus. La pantalla dejó de ser solo imagen para funcionar como marco de un real que acechaba. Se produjo, favorecida por intercambios con colegas, la interrogación acerca de los nuevos modos de sostener el discurso del psicoanálisis. ¿Suplanta el dispositivo del encuentro en el consultorio? No. Sin embargo, las puertas están abiertas para reflexionar acerca de los “modos posibles de sostener la apuesta por el sujeto, alojar su palabra, su espesor y relieve”, tal como escribió Silvia Szuman en uno de nuestros intercambios. 

El virus desmontó un real sin coberturas simbólicas. Lo imaginario pudo proliferar. El psicoanálisis fue un modo de soportar un “estar en contra” de pegoteos con la muerte y sus figuras, cuyo espesor apabulla la vida. Las sesiones mediante teléfono, pantalla y audios contribuyeron a no aislarnos, y, sobre todo, en lo que nos concierne, a no aislar al sujeto de la posibilidad de hablar de sus tribulaciones. Poder hablar permitió proseguir los análisis, bordear las muertes, transitar los duelos. Entre medio del infierno, hizo falta reconstruir las raíces de goce.(4)

No es del analista que depende el advenimiento de lo real, pero es ahí, justamente ahí, que se pone a prueba, se especifica su quehacer, su oficio. ¿En qué consiste? En hacerle obstáculo a ese real, en soportar su estar en contra de aquello que nubla, opaca, dificulta la asunción del deseo ―no de cualquier capricho―, en no huirle a lo real sin que se suponga que se puede exorcizar. Es soportar ese real hasta que diga, que haga letra del obstáculo, por momentos, feroz, por momentos, inapresable, nunca apacible. El problema es álgido en tiempos instituyentes, ese tramo de la vida en la que el sujeto ―más que “infans”, inmerso desde antes de nacer en un territorio lenguajero― depende absolutamente del Otro y de otros. 

¿Qué podemos decir hoy? ¿Qué nos dejó la pandemia?

Que la mayoría de la población mundial ya esté vacunada nos indica otro momento, otro tramo, otra trama de la pandemia. Pero hace falta hacernos cargo aún de las heridas producidas. Desde el punto de vista del psicoanálisis, las consultas nuevas y los análisis en curso fueron la oportunidad de ir transitando las sintomatologías propias de cada sujeto y de seguir el rumbo de su deseo. Retirar piedras imaginarias y reales fue parte de la experiencia en los análisis y en los espacios de transmisión e intercambio. Por el decir se abren nuevos rumbos en la vida del sujeto. Se produce algo flexible, como “curso del agua” que avanza incluso entre rocas y fluye, como una textura que logra des-rigidizarse y ofrecer un obstáculo a lo real hasta extraer, a puro empuje del deseo que no cesa, la letra que concierne al buen decir del sujeto…

(1) Jacques Lacan. La Tercera (1974). En: Intervenciones y Textos 2. Buenos Aires: Manantial, 1988. págs. 73-108.
(2) Eva Lerner. Intercambios. Comunicación personal.
(3) “Inscrituras”. Feliz hallazgo, en un solo término, de un enlace entre inscripción y escritura producido por Mariel Alderete de Weskamp, que da cuenta muy bien del rasgo unario como inscripción significante.
(4) Eva Lerner. Ficciones verosímiles. En: El objeto a: doblez del sujeto. Consideraciones clínicas. Buenos Aires: Editorial Escuela Freudiana de Buenos Aires, 2017. pág. 151.